Mister Jiménez

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Algún día tengo que aprender, les dije a mis anfitrionas agarrando los palillos, aunque tardaba más tratando de sostener la comida que comiéndola
Algún día tengo que aprender, les dije a mis anfitrionas agarrando los palillos, aunque tardaba más tratando de sostener la comida que comiéndola.

El teléfono me despertó a las 12:15 del día, lo que para mi país y mi reloj biológico era las 11:45 de la noche anterior. Había dormido poco más de cuatro horas, aunque para mis agotadas neuronas sólo había cerrado los ojos un rato. Gracias al aire acondicionado de la habitación tenía frío, una sensación que experimentaría pocas veces durante mis días en el calor infame del verano chino. Descolgué el teléfono y solté un muy venezolano “Aló” sin demasiada conciencia de dónde estaba.

—¿Mister Jiménez?

Era Joanna, que me llamaba para avisarme que ya estaba retrasado para el almuerzo. Me decía Mister Jiménez obviando mi primer apellido, pues por alguna razón a los no hispanohablantes se les hace difícil entender que usamos dos apellidos, y que Gómez es el primero de ellos. Esto lo aprendí de sopetón años antes, en Estocolmo, cuando me llevé mi buen susto porque no me encontraban en el registro de los participantes de los Stockholm Challenge Awards, a los que fui como finalista por Letralia: yo insistía en presentarme como Gómez y ellos me tenían inscrito como Jiménez.

Cuando —sudoroso, claro— llegué al restaurante, un edificio amarillo anexo al de la recepción, ya estaban sentados todos los poetas que habían llegado, unos diez, alrededor de una gran mesa en la que no había puesto para mí. Joanna me invitó a almorzar con ella y con otra muchacha de la organización en una mesa contigua en la que había un plato con unas rebanadas de carne, dos más con vegetales y otro con arroz. A todo esto se sumaría poco después una olla de sopa de tomate, con un pequeño mechero en su base que la mantenía caliente.

En mi puesto me esperaban un plato y unos palillos chinos. Fue mi primer encuentro con los famosos palillos, que ya conocía en Venezuela, por supuesto, pero que siempre terminaba cambiando por cubiertos comunes o por el viejo procedimiento de comer con las manos. Nunca entenderé cómo una civilización de cinco mil años de antigüedad ha permanecido todo ese tiempo comiendo con un utensilio tan poco funcional como unos palillos. Mis primeros intentos de manipular semejantes adminículos hicieron reír a Joanna y a la otra chica, que me sugirieron comer con una cuchara china de mango pequeño y formas gruesas, todo un problema para meter la comida en la boca. Algún día tengo que aprender, les dije retomando los palillos, aunque tardaba más tratando de sostener la comida que comiéndola.

Pronto me di cuenta de que los chinos son un poco más relajados que nosotros con sus costumbres higiénicas. Es usual que las comidas se sirvan en grandes platos o bandejas, de donde cada comensal la toma con los palillos para depositarla en su plato individual. Así de llano como suena. No es que hay un par de palillos en cada bandeja para el traslado, no: cada comensal lleva la comida a su plato con los mismos palillos que ya se ha metido en la boca. Y no es extraño que un comensal coma directamente de la bandeja de donde todos los demás se sirven. Al pueblo que fueres haz lo que vieres, pensaba resignado mientras intentaba almorzar.

Con la poeta peruana Denisse Vega Farfán
Con la poeta peruana Denisse Vega Farfán.

Al terminar, una morena que estaba en la mesa de los poetas se me acercó para pedirme que les tomara una foto, y se me presentó en inglés con una corta y rápida frase de la que sólo entendí el final: from Peru. ¿De Perú? Mucho gusto, le dije en español, y me presenté como Jorge Gómez Jiménez, de Venezuela. “¿El de Letralia?”, me preguntó. “¡Yo estoy ahí!”. Resultó ser la poeta Denisse Vega Farfán, con quien ya hablaba por correo electrónico desde 2006, cuando publicamos en la revista una selección de poemas suyos.

Joanna nos reunió en la recepción del hotel para darnos las indicaciones relativas a la cena, que sería en el mismo edificio amarillo, pero en el segundo piso. Nos regaló unas papeletas de Nescafé que podríamos preparar con unas teteras que formaban parte del equipo de nuestras habitaciones. Al cabo de un rato, acompañado por Eugen, volvía a hacer la larga caminata sudorosa hacia el edificio donde estábamos hospedados.

Ya en la habitación, saqué la computadora con la intención de revisar el correo y, de ser posible, iniciar la redacción de esta crónica. Pero sucede que en China usan dos tipos de enchufe, uno de tres ranuras —dos diagonales y una vertical— y otro idéntico al nuestro, de dos ranuras verticales. La conexión de mi computadora requiere de estas dos ranuras, y de una adicional, redonda. Me reí un buen rato de mí mismo, pues había dejado deliberadamente en Venezuela mi regleta, que me habría resuelto el problema.

En este punto debo confesar que como viajero soy lo más parecido a un suicida. Es raro que investigue sobre el sitio al que voy y, en definitiva, hago todos mis planes minutos antes de salir, mientras preparo la maleta. Cuando un cronopio viaja muchas cosas salen mal, pero no importa. A la hora de dormir suspira: “La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad”. Recuerdo haber estado en casa volcando ropa dentro de la maleta, recuerdo haber puesto libros y efectos personales. Recuerdo haber metido el convertidor de corriente que compré en Suecia en 2006 y que ya en este viaje me había permitido encender la computadora unos minutos en París, mientras desayunaba en el Charles de Gaulle. Recuerdo, también, haber considerado la regleta, y recuerdo haber desechado la posibilidad de incluirla en mi equipaje. Demasiados cables, recuerdo que pensé.

Todo eso lo recordé en esa habitación del Tulipán de la Primavera Caliente cuando quise conectar la computadora y no pude. Así que me encogí de hombros, me acosté a dormir y suspiré: “La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad”.

—¿Mister Jiménez?

Joanna volvió a llamarme para la cena. Al igual que horas antes, me había quedado dormido y estaba retrasado; al igual que antes, me parecía haber dormido sólo unos minutos. Antes de llegar al edificio amarillo me encontré con Denisse y juntos fuimos guiados a un pequeño salón del segundo piso en el que ya cenaban todos los demás.

La cena estaba dispuesta a la manera comunitaria que describí unos párrafos atrás. Las tres mesas del salón tenían plataformas giratorias en el centro, de manera que cada comensal les daba vueltas hasta encontrar lo que le apetecía. Todavía no había aprendido a usar los palillos, pero como mal de muchos es consuelo de tontos, me hizo algo de gracia ver que a los demás poetas no les iba mejor que a mí tratando de agenciarse algún bocado.

En nuestra mesa estaban, entre otros, el finlandés Jouni Tossavainen y el esloveno Ivo Svetina. También estaba Simón J. Ortiz, un poeta de la etnia originaria estadounidense del pueblo de Acoma, en Nuevo México. Pero esto no lo sabíamos entonces, y sus facciones llevaron a Denisse a pensar que era un poeta chino. Tampoco sabíamos que junto con Adonis, el famoso poeta sirio, Ortiz era uno de los homenajeados del festival.

Cuando terminamos de comer, nos fuimos a continuar la sobremesa con el eslovaco Milan Richter, quien estaba con su hija y con el poeta checo Marek Sindelka. Hablamos de grandes festivales de poesía y del siempre incómodo tema de la relación entre los poetas y los políticos. “Czech and Slovakia”, dijo Richter en algún momento, señalándose junto con Sindelka. En su expresión se concentraba la aceptación forzosa de una separación que, me pareció a mí, no le entusiasmaba demasiado.

Alrededor de las 9, Denisse y yo regresamos al edificio donde estaban nuestras habitaciones por un camino distinto al que ya conocíamos. Ella pensaba que era el mismo y yo pensaba que ella ya lo había transitado, así que después de pasar las cabañitas nos dimos cuenta de que estábamos perdidos y tuvimos que adivinar cómo encontrar la vía correcta, entre la bruma blanquecina y los edificios que se nos hacían iguales como dos gotas de agua o como dos chinos en una multitud. Unos muchachos, quizás empleados del hotel, parloteaban ruidosamente en uno de los callejones del enorme complejo. Vivir en Venezuela te hace ser desconfiado, y los miré con precaución hasta que los tuvimos bastante lejos.

Tuvimos que adivinar cómo encontrar la vía correcta, entre la bruma blanquecina y los edificios que se nos hacían iguales como dos gotas de agua o como dos chinos en una multitud
Tuvimos que adivinar cómo encontrar la vía correcta, entre la bruma blanquecina y los edificios que se nos hacían iguales como dos gotas de agua o como dos chinos en una multitud.

Ya ante las puertas de nuestras habitaciones, Denisse y yo nos despedimos con el compromiso de despertarnos temprano. Había que salir con el equipaje a las 7 para desayunar y reunirnos en la recepción, de donde un autobús nos llevaría al aeropuerto para nuestro vuelo a Xining.

Eran como las diez de la noche cuando sonó mi celular. Una amiga de Venezuela se había aventurado a llamarme sin saber si lograría comunicarse. Lo cierto es que, pese a que Digitel me había informado otra cosa, en China podía recibir llamadas, pero hacerlas —o enviar mensajes de texto— era casi imposible. Conversamos un par de minutos sobre el tiempo de vuelo y las diferencias horarias, temas recurrentes cuando sales del país, y sobre mis primeras impresiones del viaje. Luego me dormí. “La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad”.

A las 3 de la mañana desperté de pronto y comprendí que ya no dormiría más. Hice café —conservaba la papeleta de Nescafé que me había dado Joanna— y me senté a fumar ante la ventana, que daba a un pasillo interno pero al aire libre. Al abrirla, un vaporón me pegó en el rostro.

Saqué de la maleta El hijo de Gengis Khan, la más reciente novela de Ednodio Quintero, quien me la había enviado días antes para que se la llevara a nuestro amigo común Wilfredo Carrizales, quien la esperaba en Pekín. El ejemplar tenía una dedicatoria para Wilfredo, pero como entre escritores suelen perdonarse estas cosas, empecé a leerlo en Venezuela. Ahora, mi inesperada vigilia —que no era insomnio, si consideramos que en Venezuela eran las 3 de la tarde— me daba la oportunidad de leer las cincuenta páginas que me quedaban para terminarla.

El hijo de Gengis Khan es una novela excelente y, en lo que respecta al panorama literario venezolano, solitaria. Está escrita con un lenguaje muy fino: el lenguaje de un maestro. He leído más cosas de las que quisiera de gente que quiere lograr ese efecto, pero más temprano que tarde se nota la patética impostura, la dificultad en conseguirlo. El personaje que da título al libro reflexiona, desde un atalaya impensable, en torno al tiempo, la vida y la muerte. Pero, a la mitad, un cambio de registro deja al lector descolocado. En cierto punto te das cuenta de que el autor está jugando contigo cual gato con su presa.

A las 5 de la mañana una china loca empezó a cantar en alguna habitación. Minutos después, un par de gritos en un idioma desconocido antecedió al trancazo de una ventana, un ruido que no necesita traducción. La china hizo silencio.

El final de la novela llegó a las 6, poco después del sol. Una frase que leí en su página 103, y que parecía haber sido escrita para mí y para este viaje, estaría dándose golpes entre las paredes de mi cráneo los días siguientes: “Todo cuanto sucede está condenado al olvido”.

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3 thoughts on “Mister Jiménez

  1. HOLA JORGE!! QUE ALEGRÍA SABER QUE ESTAS EN ESOS REMOTOS LUGARES DE LA ANTIGUA CHINA!!! DISFRUTA DE ESE COMPARTIR Y DISCULPA ALGUNOS COMPORTAMIENTOS DE ELLOS QUE PUEDEN COLIDIR CON NUESTRA CULTURA!! UN GRAN ABRAZO!

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