En El secreto del padre Brown, el ex criminal y ex detective privadísimo Flambeau recibe en su castillo de España, con tres días de diferencia, al padre Brown y al viajero bostoniano Grandison Chace. Una tarde se sientan a conversar sobre los triunfos detectivescos del clérigo, y Chace se aventura a afirmar que su habilidad para resolver los misterios raya en lo esotérico. Es entonces cuando el padre Brown descubre su secreto:
—Vea usted: fui yo quien mató a todas esas personas.
Por supuesto que la respuesta del sacerdote desconcierta a sus interlocutores, y entonces explica:
—Quise decir, y digo, que me vi a mí mismo cometiendo los asesinatos. No digo que los ejecutara. Pero ahora no se trata de eso. Un ladrillo o cualquier trasto habría servido para perpetrarlos. Lo que yo quiero decir es que pensé y pensé de qué manera podría un hombre llegar a ser así, hasta que me daba cuenta de que yo mismo era de aquella manera, en todo, menos en aceptar el consentimiento formal de la acción.
Y más adelante:
—Me meto dentro de un hombre. Siempre estoy dentro de uno, muevo sus brazos y piernas; pero espero y trabajo hasta hallarme dentro de un asesino, pensando sus pensamientos, acunando sus pasiones; hasta que logro vivir en su postura encogida y su odio concentrado; hasta que veo el mundo con sus mismos ojos ensangrentados y entreabiertos asomando por entre las rendijas de su abstracción medio loca, corriendo tras de la perspectiva de un callejón recto que desemboca en un pozo de sangre; hasta llegar a ser un verdadero asesino.
Así, Chesterton nos da una valiosísima enseñanza para la creación de personajes. Para que un personaje sea creíble hay que mover sus brazos y piernas, pensar sus pensamientos y asumir sin mezquindad su abstracción medio loca.
Felicidades por el blog Jorge, está bien lo de navegar por la blogosfera y encontrarse sorpresas agradables… Y Chesterton único, me parece más que valiosa la aportación haces. Abrazos.