En los años 30, James Hilton describió, en su novela Lost horizon, el Shangri-La, un lugar paradisíaco perdido en el Himalaya. Hilton basaba su historia parcialmente en el mito del Shambhala, una ciudad mítica desde la cual, según el budismo, saldrá un rey a reinventar la civilización después de que ésta sea destruida por un virus, una bomba o una iguana atómica, usted elija.
Más allá de la referencia geográfica, Shangri-La es la racionalización de nuestra perenne búsqueda como especie. Anhelamos la felicidad, entendiendo ésta como concepto filosófico y no como happy end; Shangri-La no es, entonces, un lugar, sino una especie de hito anímico al que podríamos acceder a diario si nos lo permitiéramos, tan imbuidos como estamos en nuestros rollos cotidianos.
Sin embargo somos entes sociales, y como tal no dejamos de reconstruir en el ámbito de lo tangible lo que prefigura nuestra mente en su magia interior. Suele ocurrir, entonces, que sin planificación previa un punto en la geografía se convierte en el Shangri-La de mucha gente.
En 1915, Isadora Duncan se fue con João do Rio a una playa situada en el fin del mundo donde la impulsiva reina bailó desnuda bajo la luna. Ella siguió su camino, pero dos años después, Do Rio cambió el concreto de Rio do Janeiro por la playa en que vio bailar a la Duncan: Ipanema.
Menos de quince años después, los Jobim, una pareja empobrecida por los vaivenes de la economía, decidió mudarse a los alrededores de la playa, donde los alquileres eran —aún— muy bajos. Llevaban consigo a su hijo Tom, un pequeño rapaz de un año de edad, destinado a convertirse en el inventor, casi treinta años después y junto con su vecino João Gilberto, de un ritmo que marcaría al mundo con la sangre cálida de su muy marino balanceo: el bossa nova.
El Shangri-La de Ipanema tenía un bar, cómo no: el Veloso. Cuenta Sergio Kiernan —en este artículo memorable en el que habla del libro Ela é carioca, del periodista Ruy Castro— que allí se reunieron, además de Tom y João, los miembros de una de las más exquisitas cofradías de bohemios que ha conocido la historia:
También bebían y hablaban en aquella mesa Cacá Diegues, la bellísima Leila Diniz —que casi va presa por aparecer en la playa en bikini con seis meses de embarazo—, los escritores Ferreira Gullar, Fernando Sabino y Clarice Lispector, un jovencito llamado Chico Buarque de Hollanda, y la plana mayor de la revista O Pasquim (con los dibujantes Ziraldo y Jaguar a la cabeza), que prácticamente inventó el humorismo politizado en Brasil y que tenía sus oficinas en la mesa de la esquina.
También por casualidad, siguiendo los pasos del traductor al francés de El oscuro pájaro de la noche, fue como se instaló José Donoso en el pueblo español de Calaceite, en Teruel. Transcurrían los años 70 y la literatura atravesaba el hito conocido como el boom, que hoy tantos critican quizás por lo mucho que se le debe.
Una vez que Donoso conoció Calaceite, se le hizo muy difícil salir de allí. Eventualmente terminaría rindiéndose: tras escribir Casa de campo inspirado en el pueblo, se convirtió en propietario de tres antiguos caserones del siglo XV en los que hizo sus huéspedes a los autores hispanoamericanos que tanto daban que hablar entonces.
La historia es contada hoy en día en Tinta y piedra, de Emilio Ruiz Barrachina, quien además es director y ha realizado un documental en formato DVD que acompaña al libro:
El «pionero» en instalarse en Calaceite fue el escritor José Donoso en la década de los 70. Su presencia en el pueblo turolense animó a otros muchos a hacer lo mismo. Nombres como Mario Vargas Llosa, Jorge Edwards, Gabriel García Márquez, Alfredo Bryce Echenique o Carlos Fuentes siguieron sus pasos. (…) Allí los escritores latinoamericanos se aislaban buscando un «síndrome de pureza tras haber visto la inmundicia del mundo editorial».
Las cosas no han cambiado mucho. El mundo editorial sigue con su dosis de inmundicia y Calaceite ha seguido sirviendo de Shangri-La para artistas de todo el mundo. Allí vivieron el escritor chileno Mauricio Wacquez, el pintor Albert Rafols Casamada y el editor Gustavo Gili. El pueblo es además el sitio en el que nacieron Terenci y Anna María Moix.
Supongo que es la búsqueda de la felicidad lo que hace que ciertas personas construyan sus versiones particulares de Shangri-La en donde mejor les parece. Quizás para que sea una buena cosa debe ocurrir por casualidad; un Shangri-La premeditado no es más que otra forma de caos. Lejos estamos del brave new world de Huxley, en que los científicos y los artistas son tolerados por el Estado en islas donde sólo viven otros científicos y artistas, la gente «más interesante que cabe encontrar en el mundo»; por lo pronto, se sugiere guardar paciencia y discreción mientras se avanza en el camino, pues con un poco de suerte Shangri-La nos dará la bienvenida.
Épa amigo, le faltó hablar sobre la película de Frank Capra: HORIZONTES PERDIDOS.
Saludos.
Cierto, Kbulla, pero es que Capra adaptó el libro de Hilton, que era la referencia que me interesaba para este post. Por cierto que en una época en que Hollywood no tenía el aspecto de maquinaria que tiene hoy día, Capra hizo esa adaptación apenas cinco años después de publicada la novela de Hilton…