Entre mis muchas manías, la que suele causar más extrañeza a la gente es la de ir solo al cine. No pocas veces he percibido la perplejidad de una cajera cuando voy a comprar mi entrada y me dice: «¿Una sola?». No pocas veces la expresión de la cajera es una mezcla de sorpresa y compasión. El cine es para mí un placer íntimo, solitario, un rito que va desde la escogencia de la película hasta el paroxismo de comprar las cotufas de un tamaño adecuado para que, comiéndolas de dos en dos, me duren toda la función. Ya lo he dicho: hay gente a la que le gustan las películas y hay cinéfilos. Los primeros van al cine como quien va a la playa o a una discoteca. De tener mucho dinero, yo con todo gusto les pondría, al lado del cine, una playa o una discoteca para que no pierdan el rumbo.
Voy solo al cine desde los once años. Entonces las salas eran una verdadera prueba de resistencia. Recuerdo con especial cariño el cine Victoria, en plena plaza Sucre de Cagua. Las butacas eran de madera y a veces se desprendía uno de los posabrazos; no faltaba el salvaje que lo lanzaba hacia atrás sin importarle que pudiera romperle la crisma a alguien. Los baños quedaban dentro de la sala y era común ver la película a través de una nube de gases fétidos. No tenía cantina ni nada parecido, así que uno tenía que comprar previamente en la calle su bolsita de cotufas (o cualquier otro antojo chuchero). Pero cuando hacías la cola y veías los afiches de las películas por venir, con esas letras hechas a mano y con brocha gorda por un tipo que era un verdadero artista (y al que jamás conocí), sabías que estabas a punto de perderte en los entresijos de una realidad alternativa que se te quedaba pegada a la ropa, incluso cuando salías y, bajo las luces amarillas de los postes, caminabas a casa recordando cada escena.
Como no soy un tipo particularmente huraño, no rehuyo el ir acompañado, pero he tenido que aprender a escoger la compañía. Personas que no roban mi atención durante la película y que además pueden enriquecer la experiencia con comentarios pertinentes. Pero lo cierto es que con los años se me ha hecho cada vez menos soportable la presencia incluso de otra gente en la sala, con sus comentarios que quieren ser graciosos, sus celulares chirriando y encandilando, sus deambulaciones indecisas cuando llegan tarde y no consiguen asiento; todas esas cosas que convierten en tragedia lo que debería ser un placer.
Ayer, por ejemplo. Hace tiempo que quiero ver True Grit, la última película de los hermanos Coen, par de cineastas que han construido buena parte de lo que yo entiendo como cine. Dos tipos que hacen películas rudas, y no me refiero sólo a los golpes. De su mano he visto mafiosos con estilo, escritores que literalmente luchan con sus demonios, asesinos que se muelen entre sí y fugitivos homéricos, entre otras cosas. Así que ayer me armé de valor y entré al Cines Unidos de Las Américas, en Maracay.
Con True Grit , los hermanos Coen recuperan a uno de los grandes actores de esta época, Jeff Bridges, con quien ya habían hecho trece años antes un filme ya considerado clásico (aunque a mí en lo personal nunca me ha impactado demasiado): The Big Lebowski. El «Dude» de hace casi tres lustros ha envejecido y se ha convertido en un duro del oeste, el «Gallo» Cogburn. Los Coen están conscientes del soberano actor que han puesto en cámara y no se apresuran en mostrarlo: su primera aparición lo va revelando poco a poco, en la bruma de una calurosa corte donde se debate si puede justificarse su violencia, pues hablamos de un hombre que ha perdido la cuenta de sus muertos, y que cuando se le pregunta a cuántos parientes del defendido ha asesinado, responde con una pregunta: «¿Familiares directos o indirectos?».
El «Gallo» será contratado por Mattie Ross, una muy despierta chica de catorce años, para que capture al asesino de su padre, Tom Chaney. En la cacería participará también un ranger de Texas, LaBoeuf, personaje con el que los Coen logran al fin el milagro de quitarle a Matt Damon la cara de muchachito tremendo. Y no les cuento más, vayan a verla.
Me sentí magníficamente bien al entrar a la sala, pues no había mucha gente. La mayoría de los espectadores estaban sentados en las filas superiores, dejándome libres las del medio, que son las que me gustan. Pero cuando la proyección llevaba ya cerca de media hora, entró a la sala un infame grupo de cinco o seis muchachitos, chicos muy jóvenes, a quienes a través de la penumbra podrían adivinárseles no más de veinte años. Su entrada fue aparatosa, sentándose en una fila y levantándose un instante después, riéndose por un tropezón en los escalones e intercambiándose las golosinas, por supuesto, a gritos. Terminaron sentándose todos juntos, varias filas detrás de mí, y desde entonces tratar de ver la película se convirtió en una tortura.
En algún momento expresé mi indignación con un elevado «¡Shhh!» que logró su objetivo por unos segundos y que, además, animó a otros espectadores a mandarlos a callar en los minutos que siguieron. Pero poco a poco los chicos fueron entrando en confianza, que es lo que hace un rufián cuando nadie lo persigue —y aquí estoy citando la película; vayan a verla, les dije—, y sus risotadas empezaron a dominar el sonido de la sala. En una escena que, tras varios minutos de mucha tensión, termina con un violento tiroteo, los chicos empezaron a gritar y fue entonces cuando me levanté y exigí, también a gritos, que dejaran ver la película en paz.
Por supuesto, sólo logré que se burlaran «del gordo».
Así que, segundos después, me levanté de nuevo y me volteé hacia el grupo. Quizás contagiado por el espíritu del western, uno de ellos se levantó, desafiante, y toda la sala dejó de ver la película de los hermanos Coen para seguir la que se representaba en vivo. Para agregarle dramatismo a la cosa fui saliendo de mi fila sin quitarle la vista al pequeño gañán. Supongo que supuso que tendría que darle un par de golpes «al gordo» para que lo dejara ser el imbécil que era. Pero, cuando salí de mi fila, en lugar de subir hasta donde estaba él, me volteé y bajé las escalinatas oyendo a mis espaldas sus risas triunfales. Sólo se callaron cuando regresé con dos personas de seguridad que los sacaron de la sala para darles un sermón que duró sus buenos cinco minutos. Luego regresaron a sus asientos y no volví a escuchar sus graznidos. Pude terminar de ver la película en santa paz, como se debe.
Entre cosas como esta y la vacuidad frecuente de la cartelera, mi placer íntimo y solitario se ha tenido que refugiar en la tranquilidad del torrente.
Me gustó mucho tu nota, y comparto todo, y…no eres el unico a quien le gusta ir solo al cine, yo lo hacia bastante y tengo un buen amigo que solamente va solo al cine…por las mismas razones que tu expones…un abrazo!
Que decirte amigo, por eso es que cada vez menos vamos al cine Su y yo…
Pero bien hecho con enseñarles (y no solo a ellos, sino a los que se la calan callados) que uno debe exigir sus derechos, no quedarse callado mientras los demas los pisotean…
Un abrazo
Buenísimo post! Va link en Lo mejor de la quincena.
Tenía tiempo sin entrar por acá, qué bonita presentación tiene ahora la página.
También voy sola, no solo al cine, sino a cualquier espectáculo que me guste ¿qué más se necesita?
Por otra parte, em ha gustado esta peli y comparto la opnión de la mestría de los Coen, pero tampoco me pareció espectacular, por momentos se me hizo un tanto larga, pero vale la pena verla, eso sí-
En cuanto a los saboteadores, cuánto lo siento, es una de las cosas que más detesto que sucedan.
Saludos
Hola buenas noches… no creo en la casualidad, acabo de terminar de ver una película en la comodidad de mis casa y luego me senté a escribir en mi blog, esta película sin duda que ne dio respuestas; eso es lo que busco en éllas… y fijate te encontré.
Estoy de acuerdo contigo. Además, tengo otra razón para ir solo al cine: a menudo no encuentro a nadie que quiera acompañarme a según qué películas (me gustan las películas francesas, te puedes imaginar). De todas maneras, nunca me he librado de la sensación de que todos los que me ven solo me imaginan solo también en otros momentos.
True Grit es una de las mejores películas que he visto este año, menos mal que al fin te dejaron ver la película.
Me encantó este relato. La idea de película fuera de la pantalla me acordó a «The Purple Rose of Cairo». Es una historia genial para un cuento o un cortometraje.
Hola… La verdad, también he disfrutado de las mieles de ir sola al cine… Es una especie de complicidad con uno mismo, con nuestras manías, caprichos o como quieran llamarles… aunque el resto te mire como un bicho raro. Buen post!!! Un abrazo!!!