Si la literatura venezolana de hoy en día tiene algo bueno, cualquier cosa, se lo debe a una decena de escritores que en las primeras décadas del siglo XX se atrevieron a cruzar las aguas de la renovación. Uno de esos escritores fue Julio Garmendia, un tocuyano que dejó una obra mínima pero rotunda: a la manera de Rulfo, en vida sólo publicó dos libros, ambos de relatos y hoy considerados clásicos, La tienda de muñecos (1927) y La tuna de oro (1951). Ante la convicción general de su tiempo de que el oficio de escritor estaba impregnado de una excelsitud ejemplarizante, don Julio supo reírse de eso y de todo, en mordaces relatos en los que solía apelar a un tono grandilocuente para burlarse de la grandilocuencia de sus contemporáneos. Nadie o casi nadie lo entendió entonces.
Tras su muerte, su genio empezó a llamar la atención de un puñado de lectores que lo convirtieron en autor de culto y en una suerte de prócer silencioso que, con las solas armas de la ironía y el lenguaje —que aprendió a moldear y a sacarle el jugo—, le permitieron sobrevivir por encima de multitudes de escritores estetas, reverentes y definitivamente enterrados por el tiempo. A principios de los 80, Oscar Sambrano Urdaneta recogió varios de sus textos dispersos y los reunió en dos pequeñas exquisiteces editoriales: Opiniones para después de la muerte y La hoja que no había caído en su otoño. De este último he traído el cuento «La máquina de hacer ¡pu! ¡pu! ¡puuu!», en el que se aprecia cuán jodedor fue don Julio. Un texto que retrata a su época lanzando, ante la crítica contra el progreso, una soberana risotada.
Don Julio Garmendia nació en El Tocuyo, Lara, el 9 de enero de 1898 y murió en Caracas el 8 de julio de 1977.
La máquina de hacer ¡pu! ¡pu! ¡puuu!
Julio Garmendia
La máquina de hacer pupú hacía ¡pu! ¡pu! ¡pu! ¡pu! ¡puuuuu!…
Era la última palabra en materia de adelantos científicos; al fin, después de pacientes y laboriosos esfuerzos, experimentos y tanteos, se había logrado fabricar por vía sintética aquello que la máquina fabricaba. El mundo entero recibió la noticia del sensacional descubrimiento dejándose llevar por un irreflexivo y quizás desmedido sentimiento de entusiasmo y orgullo. Fue una ola de optimismo y de ilimitada confianza en el futuro. Cada día se producían nuevos portentos, nuevos inventos grandiosos e increíbles que cambiaban y revolucionaban por completo, una y otra vez en cortos intervalos, la hasta entonces mísera existencia humana. ¡No había ya límites para lo que podía soñar y ambicionar la humanidad! ¡Tantas cosas, tantas creaciones e invenciones se habían llevado a cabo, se habían perfeccionado y propagado hasta llegar al nivel y ponerse al alcance de los míseros!
¡Y ahora esta máquina de hacer pupú! Era la nueva maravilla, el nuevo portento y, en realidad, la cosa más revolucionaria de cuantas había podido concebir y realizar la mente humana. No era ya necesario —o por lo menos no era indispensable— alimentarse para hacer pupú: las nuevas máquinas lo hacían sintéticamente, mecánicamente y matemáticamente, asegurándose, además, que era el suyo tan buen pupú como cualquiera otro, si no mejor —y esto, sin los inconvenientes, molestias o trastornos inherentes al funcionamiento de los rudimentarios y frágiles aparatos humanos naturales para el mismo efecto. Como si todo esto fuera poco, los precios del producto, fabricado a máquina, resultaban extraordinariamente ventajosos, mucho más bajos y halagüeños que los del antiguo producto original.
La nueva industria se desarrolló, pues, con arrolladora eficiencia y rapidez; creció de la noche a la mañana, y aquí y allá surgieron de repente las características arquitecturas de las grandes plantas de fabricación ultra-moderna: especie de gigantescos hangares, metálicas armazones en donde inmensas y perfectas maquinarias trabajaban sin descanso noche y día —y más aun de noche que de día—; de sus techumbres se elevaban al cielo humeantes chimeneas, y rodeaban sus edificios costosas fajas de terreno cuidadosamente sembradas de verdeciente grama —la más verde que podía verse en los contornos. Una poderosa y eficiente fuerza nueva había surgido así; y se habían formado en relativamente poco tiempo, inmensos almacenes o depósitos que estaban en capacidad de suministrar en breve plazo cualquier cantidad que se les pidiera de su específico renglón de productividad… Para decirlo todo de una vez, había llegado la época del pupú prefabricado, a mínimo precio y óptima calidad inmejorable, y la antigua y pequeña industria doméstica languidecía, agonizaba y desaparecía rápidamente. Los precios del sustituto o enlatado eran imbatibles y desafiaban toda competencia. Sólo uno que otro empecinado o testarudo se rebelaba; había aún gente por demás anticuada y gruñona, reacia por naturaleza a todo espíritu de innovación, gentes aferradas a los caducos usos y costumbres del pasado —¡gente de tradiciones!, en una palabra, amiga de conservatismos y antecedentes— y sólo éstos preferían atenerse todavía a los ya desechados métodos y sistemas; seguían haciendo pupú de acuerdo con las empíricas y antieconómicas recetas de otro tiempo, en anti-higiénica forma doméstica. Para satisfacer su extravagancia pagaban precios verdaderamente exorbitantes, con lo cual ya está dicho que sólo raros privilegiados, hijos mimados de la suerte, o decadentes y sentimentales, residuos todos de las más rancias mentalidades, podían aspirar a tales lujos, a permitirse semejante derroche o despilfarro.
Pero, al caer en desuso —así de un solo golpe— la manera tradicional de hacer pupú, he aquí que quedó muy poco aliciente a la producción de artículos alimenticios destinados a satisfacer las viejas necesidades humanas de alimentación por vías naturales, según el procedimiento pre-histórico que tuvo su comienzo en la época del mesozoico —probablemente. Puede imaginarse ¡el inmenso trastorno que con esto se produjo en los ya bastante complicados y revueltos asuntos contemporáneos! La agricultura y la ganadería, y en términos generales la producción e industrias de alimentos derivados bajo todas sus formas directa o indirectas, o consecuenciales —sin excluir los azafates de maní tostado y los carritos de helados—, cayeron verticalmente en el vacío. A poco entraron en colapso la farmacopea, los productos medicinales, la confección de vitaminas abecedarias, así como también los restaurantes, los mercados y las pastelerías, empezando también los médicos y sus monumentales clínicas a seguir el mismo camino del viejo pupú. ¡Era ya demasiado! El mundo moderno se desmoronaba, se moría la cultura, el idealismo agonizaba a poco del pupú, ¡dolorosa coincidencia! Nuestra cristiana civilización se venía al suelo… Pero el suelo mismo, como nadie lo cultivaba ni labraba, empezó a producir por propia cuenta, a su guisa o capricho encantadores; bosques y matorrales más y más tupidos e intrincados invadieron los campos y laderas de labranza, acercándose a las ciudades y los pueblos y urbanizaciones -sin excluir siquiera aquellas en donde tan adelantada y perfeccionada en grado sumo y sincronizada con las necesidades humanas, se encontraba la fabricación moderna del pupú.
Así llegó el momento en que fue terminantemente prohibida, bajo las más severas penas y sanciones, la elaboración del pupú —en forma sintética y moderna, bien entendido. Los Estados o Potencias se reservaron para sí el privilegio de tal fabricación; se adjudicaron el secreto, la fórmula y los procedimientos, requisionando para sí las fábricas y maquinarias y personal técnico, científico y especializado en todas las etapas del proceso. Y entonces… ¡Entonces se vio surgir el monstruo, la verdadera faz del monstruo que estaba detrás de todo esto! Cada vez que tenían entre sí algún altercado o rozamiento; cada vez que les venía una nueva crisis de miedo o de psicosis angustiosa, o de ensoberbecimiento y valentía por el contrario; o cuando simplemente no podían ponerse de acuerdo sobre esto o aquello… los grandes poderes, exclusivos poseedores del pupú, se amenazaban unos a otros, se agitaban, hacían ademán de coger ya los grifos, las llaves y las mangueras que comunicaban con los depósitos de prefabricado almacenados desde años en secretos e inmensos mares muertos subterráneos… Y el terror de la pavorosa inundación, del gran diluvio, una y otra vez paralizaba el gesto de los feroces contendores presuntos. La pobre humanidad sentía pasar su escalofrío, una vez más, lanzando un gran suspiro de alivio por la prórroga… y se entusiasmaba una vez más por los maravillosos alcances de la técnica.
Hasta que el vientre de la tierra —de la pobre madre tierra— se fue llenando de aquel producto amenazante y predispuesto; se fue llenando, colmando, rebosando, hinchando, inflamando… y cierto día…
Pero, ese día, ¡no quedó ningún memorialista para contar lo que pasó! Tan sólo —y eso porque se refiere al comienzo o despuntar de aquel monstruoso día—, tan sólo se conoce este detalle:
Las máquinas de hacer pupú hacían ¡pu! ¡pu! ¡pu! ¡puuuuu!…
Como tampoco quedó nadie para detenerlas, cuando ya no faltaba más a quién ahogar en aquella inmensa masa desolada que recubría los continentes y océanos, en el eterno silencio las máquinas siguieron haciendo largo tiempo: ¡pu! ¡pu! ¡pu! ¡pu! ¡puuuuu!