Silenciosa, guarda los secretos que le confía un trío de poetas en los cortos minutos que le quedan de vida. Su agonía es alegre y no admite retroceso; ha estado guardada por varios días en una fría y oscura botella. Luego ha aplaudido la llegada del destapador, la llave a su libertad —y a su muerte—, y ha espumado de emoción. Ha contemplado al soso mesonero llevarla hasta la mesa donde los tres bardos esperan con sedienta ansiedad su aparición. En la mesa descansan tres vasos: uno de ellos será su asiento; su tumba también. El servil empleado —servir es su deber— toma una botella y llena uno de los vasos; le corresponde al de los anteojos, muy educado —hasta da las gracias. El segundo vaso es para el bardo más oscuro, está distraído viendo a alguien tres mesas más allá. Ahora viene ella: observa inquieta al poeta para quien ha ofrendado su tierno destino de espiga. Su piel, quemada por el sol —no tan morena como la del segundo— era lustrosa, como alfombrada por el sudor. Sobre su cabeza descansaba una boina con olor a revolución. Contemplaba sonriente al mesonero mientras preguntaba por una caja de cigarrillos. Ella derramó su espuma, juguetona, sobre el secante, y saboreó por vez primera el sistema bucal del poeta de la boina. Era afortunada: se había conseguido tres hombres pensantes, de esos cuyos cerebros actúan con presteza cuando están excitados etílicamente. En los instantes que transcurrieron aprendió los principios éticos de la modernidad, la relatividad del lenguaje y la filosofía de Nietzsche. Y aprendió a querer a los bardos; virtualmente se enamoró de ellos. Ofrecía, orgullosa, su espuma, que quedaba adherida a los bigotes del poeta de la boina. Moría a sorbos entre aquellas frases insignes que sólo ella y los tres poetas recogerían hasta los últimos minutos de sus vidas. Se sentía ilustre: interrumpía ella las desbordadas palabras del bardo, era ella quien tenía el derecho de crear las pausas en el despliegue de la conversación. Se daba cuenta de que era cocreadora del acontecimiento que, de espaldas al mundo, ella sabía que se escenificaba en esa tasca. Sabía que tal o cual frase no habría salido del bardo de no haber estado ella. Moría feliz, su agonía era ya un cuarto del vaso. El poeta se arregla la boina; el primero está limpiando los anteojos; el bardo negro a vuelto a distraerse con alguien de tres mesas más allá. El de la boina apresura el trago y ella sabe que su fin está cerca; cuando el bardo devuelve el vaso a la mesa y llama al mesonro ella entiende que el próximo trago será el último —por lo menos en lo que a ella respecta— y que muy pronto podrá llevarse consigo al silencio todas las palabras del trío de poetas. Presto llegó el mesonero y atendió la nueva orden: tres cervezas, por favor. Se permitió hacer aun una reflexión final cundo el bardo de la boina asió el vaso nuevamente, y ella obtuvo su propia perfección en comprender, sin celos, que después de ella vendría otra cerveza, y otra, y otra, hasta la cerveza del estribo, cuando los tres poetas se levantarían en pleno apogeo creacional, sin percatarse siquiera de la importancia que ella tuvo en sus vidas.
Cerveza
Categoría: Siendo un escritor