Con todo el revuelo que ha levantado la noticia de que Netflix producirá una serie basada en Cien años de soledad, he pasado el día pensando en la complejidad de ciertas escenas. No en el aspecto técnico (hoy en día se puede hacer cualquier cosa en formato audiovisual con ayuda de la tecnología), sino en el otro: ¿cómo hacer para que lo que veamos en pantalla nos dé los mismos golpes emocionales que nos dio la lectura de tantas escenas míticas de la obra maestra de Gabriel García Márquez?
Bueno, supongo que algún día lo sabremos. En todo caso, la noticia ha abierto una zanja entre dos bandos: los que piensan que no se debe quebrantar el rechazo de García Márquez a llevar su gran novela al cine, y los que creen que se puede tener un mínimo de confianza tanto en la decisión de Netflix de rodar la serie con actores latinoamericanos y en escenarios de Colombia, como en el elevado nivel artístico de las producciones seriadas de la actualidad.
Pero a lo que íbamos. Entre las escenas de Cien años de soledad hay una cuya belleza me ha conmovido siempre, y claro que me gustará ver cómo la hacen al traducir la novela a este formato. Esa escena es la ascensión al cielo de Remedios, la bella, una tarde de marzo, mientras con las otras mujeres de la casa ayudaba a Fernanda a doblar sus sábanas de bramante en el jardín. Recordemos la escena:
Remedios, la bella, se quedó vagando por el desierto de la soledad, sin cruces a cuestas, madurándose en sus sueños sin pesadillas, en sus baños interminables, en sus comidas sin horarios, en sus hondos y prolongados silencios sin recuerdos, hasta una tarde de marzo en que Fernanda quiso doblar en el jardín sus sábanas de bramante, y pidió ayuda a las mujeres de la casa. Apenas habían empezado, cuando Amaranta advirtió que Remedios, la bella, estaba transparentada por una palidez intensa.
—¿Te sientes mal? —le preguntó.
Remedios, la bella, que tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa de lástima.
—Al contrario —dijo—, nunca me he sentido mejor.
Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus pollerinas y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria.
La escena, una de tantas que dieron a esta novela su aire mitológico como paradigma del realismo mágico, ha sido interpretada de mil maneras. La interpretación más sencilla es una comparación entre la ascensión de Remedios, la bella, con la asunción de la Virgen María, de quien se dice (algo tardíamente pues en Occidente esta versión apareció alrededor del siglo XII) que subió al cielo en cuerpo y alma.
Y claro, una obra literaria puede suscitar miles de hipótesis, pero la fuente de la historia, el propio Gabriel García Márquez, nos revela que la ascensión de Remedios, la bella, responde a una necesidad técnica. El personaje tiene que desaparecer y el autor decide darle un final coherente con el contexto que ha creado a su alrededor. Entonces decide terminar con ella haciendo que se vaya al cielo en cuerpo y alma. ¿Cómo lo hace? Lo cuenta García Márquez en El olor de la guayaba, el libro-entrevista con Plinio Apuleyo Mendoza:
—Entonces, ¿todo lo que pones en tus libros tiene una base real?
—No hay en mis novelas una línea que no esté basada en la realidad.
—¿Estás seguro? En Cien años de soledad ocurren cosas bastante extraordinarias. Remedios, la bella, sube al cielo. Mariposas, amarillas revolotean en torno a Mauricio Babilonia…
—Todo ello tiene una base real.
(…)
—¿Y Remedios, la bella? ¿Cómo se te ocurrió enviarla al cielo?
—Inicialmente había previsto que desapareciera cuando estaba bordando en el corredor de la casa con Rebeca y Amaranta. Pero este recurso, casi cinematográfico, no me parecía aceptable. Remedios se me iba a quedar de todas maneras por allí. Entonces se me ocurrió hacerla subir al cielo en cuerpo y alma. ¿El hecho real? Una señora cuya nieta se había fugado en la madrugada y que para ocultar esta fuga decidió correr la voz de que su nieta se había ido al cielo.
—Has contado en alguna parte que no fue fácil hacerla volar.
—No, no subía. Yo estaba desesperado porque no había manera de hacerla subir. Un día, pensando en este problema, salí al patio de mi casa. Había mucho viento. Una negra muy grande y muy bella que venía a lavar la ropa estaba tratando de tender sábanas en una cuerda. No podía, el viento se las llevaba. Entonces tuve una iluminación. “Ya está”, pensé. Remedios, la bella, necesitaba sábanas para subir al cielo. En este caso, las sábanas eran el elemento aportado por la realidad. Cuando volví a la máquina de escribir, Remedios, la bella, subió, subió y subió sin dificultad. Y no hubo Dios que la parara.
Sobre lo que ocurrirá cuando podamos ver esta producción de Netflix, pues… yo me ubico en el segundo bando. Si después, al verla, me decepciono, eso será harina de otro costal.
Y es que series como Los Soprano o Breaking Bad ya nos lo han dejado claro: hay series de televisión que perfectamente podrían tener un lugar de honor en la literatura contemporánea.