Los días previos al viaje me regalaron algún estrés. Por cronopio, he de decirlo. Se me ocurrió llamar a la Embajada de Francia para preguntar si necesitaba alguna documentación especial para entrar al país, pues mi vuelo hacía escala en París. Allí me dijeron que tenía que conseguir un seguro médico internacional, pero que llamara a la Embajada de España, mi destino final, porque «ahí son más estrictos, ahí te devuelven si no tienes el seguro». En la Embajada de España no sirve ningún teléfono, y en el único que me permitió comunicarme me dijeron que llamara al Consulado. La misma historia, el teléfono del Consulado te pasea por una serie de grabaciones hasta que por un milagro consigues lo que buscas: una voz grabada que te dice que tienes que conseguir el seguro, 500 euros (o certificación bancaria de que los posees), invitación en original y reserva de hotel, ambos papeles sellados por el cuerpo de policía de la ciudad a donde vas. Cosas así.
Afortunadamente en un destello de cronopio despabilado me fui a la agencia de viajes de unos amigos. Ahí me dijeron: todo eso es para asustarte, ellos se previenen de que vayas allá a quedarte de ilegal. Revisaron la invitación y la reserva del hotel (que no traían sello de cuerpo de policía alguno), el pasaje y el pasaporte, y me tranquilizaron: puedes viajar sin problemas. Y ciertamente, mi documentación fue revisada en Maiquetía por un guardia nacional y en el Charles de Gaulle por un funcionario no demasiado inquisitivo. En Barajas ni siquiera se dieron cuenta de mi presencia.
Y bien, aqui estoy. La foto de arriba es de mis primeros diez minutos en España.