Ayer hablaba con Gabriel Mantilla sobre la imposibilidad de vernos pese a estar a sólo unas casas de distancia durante mi viaje reciente a Mérida. Yo estaba en el Instituto de Investigaciones Literarias Gonzalo Picón Febres y él en la Asociación de Profesores de la Universidad de Los Andes (Apula), a menos de media cuadra, donde recibía el homenaje de sus colegas por sus años de sustancioso esfuerzo. Desde que llegué a Mérida pregunté por Gabriel, pero me dijeron que no estaba en la ciudad. Ese día acababa de llegar y aunque conseguí su número y hablamos por teléfono, las cosas se complicaron y ni él pudo salir ni yo llegar hasta Apula. Y es que el problema de los viajes cortos es que uno se queda con ganas de ver a todos los afectos. Que en Mérida tengo unos cuantos.
Uno de estos afectos, y al que sí pude disfrutar personalmente, es el de Carolina Lozada. Después de unos accidentados planes a través de llamadas y mensajes de texto, finalmente pudimos vernos el viernes en la mañana en el mercado, tomando café de pie junto a una baranda y corriendito porque ambos teníamos cosas que hacer. Pero los minutos nos alcanzaron para actualizar algún que otro chisme importante, tomarnos esta foto de avispones e intercambiar libros: Los títeres para ella y Memorias de azotea para mí, aparte de regalarme su firma en Historias de mujeres y ciudades, que compré en la Feria de la UC hace algunas semanas.