Ana María Hernández entrevistó a Antonio Gamoneda durante su reciente visita a Venezuela. Una entrevista breve pero gustosa, a corazón abierto, con algunas señas interesantes sobre la relación del poeta con su poesía y con el mundo exterior, específicamente con el mundillo literario, al que se siente ajeno pues se considera nada más «un poeta provinciano». Habla de cómo su obra se transformó al llegar la democracia a España, tras un período de baja producción personal que incubaba, sin él saberlo, el germen de esa transformación.
—¿Qué es ese pensamiento poético?
—Lo entiendo como el lenguaje interior que, en mi caso, registró una rítmica distinta, una manera de dirigirme hacia una semántica desconocida, una significación que antes era más deliberada aunque no puro automatismo. Y eso, más toda la vida de esos 15 años, dieron como resultado un giro en el lenguaje poético fuerte.
—¿Hubo síntomas?
—Ocurre que la poesía no me interesa como palabra ornamentada. Me interesa más como un hecho existencial, con el mismo peso de realidad y vida que pueden tener otros aspectos. Los años habían pasado, la existencia me había cargado de sentidos y de contenidos nuevos y eso, más algo intuitivo, habían cambiado todo.
Tiene además la entrevista algunas chispas de franqueza. Gamoneda dice desconocer toda la poesía venezolana o latinoamericana («Sí era buen amigo de Eugenio Montejo», acota) y se queja del factor mercantil implícito en la cultura. Termina lamentando que ahora no puede dedicarle a la poesía, a ese hecho existencial, el tiempo que quisiera.
—¿Qué lee actualmente?
—Hace tres años que no leo un libro entero. O estoy viajando o a las 3 de la mañana estoy preparando una conferencia. Es exagerado, pero es así. Tengo una carpeta con papeles garabateados que no sé si son algo o nada. He terminado de escribir hace medio año un libro de memorias de infancia. Proyectos tengo, pero no son más que eso.
Los más acuciosos recordarán en estas palabras aquel breve ejercicio de imaginación escrito por Bioy Casares: «El caso de los viejitos voladores». Un tipo investiga la aparición recurrente de ciertos ancianos en los vuelos internacionales, y descubre que se trata de «las glorias de nuestra literatura», famosísimos escritores que viajan de un lado a otro para recibir premios, malqueridos por los jóvenes precisamente porque acaparan todos los premios y porque les impiden una mayor presencia en los medios. Una breve entrevista a uno de estos ancianos revela que ellos tampoco están a gusto con eso de ser «glorias de nuestra literatura».
—La situación debe de ser muy dolorosa para los jóvenes.
—Dolorosa, ¿por qué? Cuando nos premian, pasamos unos días sonseando vanidosamente. Nos cansamos. Por un tiempo considerable no escribimos. Si los jóvenes tuvieran un poco de sentido de la oportunidad, llevarían en nuestra ausencia sus colaboraciones a los periódicos y por malas que sean tendrían siquiera una remota posibilidad de que se las aceptaran. Eso no es todo. Con estos premios el trabajo se nos atrasa y no llevamos en fecha el libro al editor. Otro claro que el joven despabilado puede aprovechar para colocar su mamotreto. Y todavía guardo en la manga otro regalo para los jóvenes, pero mejor no hablar, para que la impaciencia no los carcoma.
—A mí puede decirme cualquier cosa.
—Bueno, se lo digo: ya me dieron cinco o seis premios. Si continúan con este ritmo ¿usted cree que voy a sobrevivir? Desde ya le participo que no. ¿Usted sabe cómo le sacan la frisa al premiado? Creo que no me quedan fuerzas para aguantar otro premio.
Hola! Me gusto muchisimo esa nota!
Y yo existo! Por que Ustedes no me creen? Yelena Kondaurova, Rusia, Moscu.