El Extraño era un tipo callado, demasiado callado para mi gusto. Nunca nos dábamos cuenta de que había entrado al salón aunque lo tuviéramos al lado. Yo estaba convencido de que su sigilo no era por timidez, sino por arrogancia. En las contadas ocasiones en que le dirigimos la palabra nos respondió mirándonos directamente a los ojos, y pese a que han pasado más de dos décadas puedo recordar con claridad que no pestañeaba. Es decir: no era tímido, no. Era un arrogante, sólo eso.
Es obvio que le decíamos El Extraño por sus silenciosas maneras. Pero había algo más, como siempre. El Extraño tenía un corte de cabello perfecto, uniforme. Sus camisas parecían finas láminas acrílicas que le daban forma a su cuerpo. Sus zapatos siempre parecían nuevos. Escribía unas letras perfectas con un lapicero importado y perfecto. Sus anteojos nunca padecieron una de esas molestas manchas de sudor y grasa que dificultan la visión en los días calurosos. Además, no le bastaba con saberse la vida de Jorge Manrique, sino que recitaba las coplas a la muerte de su padre con la fluidez y la confianza de quien canta el Ávila de Ilan Chester.
Era esa época dorada en que uno podía perder el tiempo sin sentirse culpable. Salíamos de la Católica y nos íbamos a comer banana splits en el Crema Paraíso mientras filosofábamos alegremente sobre el amor, la amistad y otras vainas que ocupan la mente cuando no se ha alcanzado aún esa fatídica edad de los veinte años. Para ver una película igual nos valía meternos en el Multicine de Chacaíto que en alguna sospechosa quinta del Este en la que una no menos sospechosa organización benéfica mantenía un cineclub de esos de televisor y betamax. Uno podía estar a las 4 de la tarde copiando páginas enteras en la biblioteca y a las 5 —después de atravesar media Caracas— hacer la cola en la taquilla del Aula Magna para vacilarse a Soledad Bravo. Y, por supuesto, El Extraño nunca estuvo allí.
La verdad es que me inquietaba un poco. ¿Por qué El Extraño era tan extraño? ¿Qué odiosa vida podía llevar para ser tan arrogante? Nada sabíamos de su vida privada, y los pocos temerarios que llegaron a preguntarle algo se encontraron con evasivas más o menos tajantes, del tipo «No suelo hablar de esas cosas». En realidad no solía hablar de casi nada, y uno podía notar su desgano cuando algún profesor le hacía una pregunta que se suponía debía responder en voz alta. Incluso cuando era obvio que conocía tan bien la respuesta que hubiera podido dar él la clase.
Una noche nos topamos en el Metro. Fue un momento incómodo, si se piensa que en aquellos años uno podía entrar al Metro en La Hoyada a las 7 de la noche y hasta había puestos desocupados. Yo iba para Chacaíto a encontrarme con una novia que tenía, a la que juré amor eterno y de la que ahora no recuerdo ni el nombre. Estaba sentado frente a mí, haciendo como que miraba para otro lado. Pero por supuesto El Extraño también tenía un impecable (y quizás hasta afectado) sentido de la cortesía, así que pronto dejó de fingir, me miró y me saludó con un ambiguo movimiento de cabeza.
Nos quedamos un rato así sentados, sin decirnos nada. En el largo minuto y medio en que el Metro recorre el trayecto entre Colegio de Ingenieros y Plaza Venezuela noté que, a través de los cristales perfectamente limpios de sus anteojos perfectos, me miraba sin pudor. No hay nada más incómodo que la mirada de un tipo que no te cae bien. Para matar el tiempo le pregunté de dónde venía y, desde luego, me respondió que acababa de salir de la biblioteca. Otros diez segundos en silencio. Le dije que iba a Chacaíto, más para comprobar que no nos bajábamos en la misma estación que porque sintiera que el dato pudiera interesarle. Sólo dijo «Ah» e hizo un gesto afirmativo casi imperceptible (aunque bien pudo ser efecto del movimiento del vagón).
Entonces me sorprendió preguntándome si era verdad que yo escribía. No podía ser menos parco que él y le respondí un «Sí» rápido y certero que cayó al piso del vagón como un yunque. Volvimos a quedarnos callados otro rato hasta que el Metro cerró sus puertas en Sabana Grande. Tenía la intención de bajarme dramáticamente en Chacaíto sin despedirme, pero más pudo la curiosidad y le pregunté si él también escribía. Creo que nunca me había dirigido una frase tan larga. «Sí, un poco», me dijo, «aunque debo confesar que sufro de ese conocido terror a la página en blanco».
Salí del Metro sorprendido, preguntándome varias veces: ¿una frase hecha, eso era todo lo que tenías? El Extraño podía haber admitido que a su mente enciclopédica le costaba contraer el delirio de la creación, lo cual habría resultado hasta elegante; pero no, prefirió acogerse a una plantilla, una falacia consagrada precisamente por quienes desconocen el misterio del acto creador.
Lo imaginé arañando letras una y otra vez, en la búsqueda vana del verso perfecto, del cuento redondo; lo imaginé leyendo sus garabatos, que se resistían tozudamente a adoptar las formas de la genialidad que su erudición de mnemotecnia admiraba tanto; lo imaginé desechando páginas que sabía imperfectas, páginas que no le satisfacían porque desentonaban con su perfección de escultura de hielo. Lo imaginé, finalmente, dando vueltas por la habitación, buscando una respuesta prefabricada para quien en el futuro le preguntara si escribía; arrogante como era, debió convencerse de que en el vago concepto del «terror a la página en blanco» tenía su respuesta perfecta.
Esa noche aprendí que la arrogancia suele estar casada con la ridiculez y que no es más que una impostura, un escondrijo donde sepultar los vacíos antes de que se hagan evidentes a los otros. Pero fue un aprendizaje rápido, pues a unos pasos me esperaba mi amor eterno —ese cuyo nombre ya olvidé— con sus besos francos y su nada arrogante sonrisa capaz de espantar todos los terrores del mundo.
Es fácil al leerte, sentir en carne propia ese momento de incomodidad frente a determinadas personas, que describes en el vagón, y que muchas veces hemos sentido en diferentes situaciones.
Un saludo
…Y hay tantos «extraños» que al final resultan ser «normales» y «normales», o que parecían «normales», que al final resultaron ser tremendos «extraños». Menos mal que el tiempo siempre está allí, para encargarse de ellos. Me gustó tu relato. Un abrazo!
Excelente relato, me gusta la forma tan pulida que le das al texto, los detalles, la descripción justa y concisa.
Un gusto leerte. Saludos.
¿de quien es este zapatito?
de una chica muerta
ohh ¿quien ha sido?
un duo torpe
¿por que lo han hecho?
ha sido pura concidensia
pero porque ella esta regia y sonriente?
en realidd se saborea
¿la razon?
la caceria comienza
las inconquistables te atreves a entrar…?