Amaba a María. Era un amor turbulento y cruel que ambientó con una esplendorosa luz negra algunos meses de mi vida hace ya más de quince años, mientras recorríamos con agotador frenesí el bulevar de Sabana Grande, la avenida Urdaneta y otros ámbitos de una Caracas de ensueño que algunos ilusos nos negamos a olvidar.
Nunca supe si me amó —en realidad nunca supe nada sobre ella—, pero una noche me mostró las cartas que me escribía en su cuaderno, que nunca más me daría a leer y que glosaban un amor sanguíneo, por diversas circunstancias condenado a un término abrupto del que ambos estábamos secretamente conscientes. Cuando leía las cartas, sentía en mis manos el redoble de su corazón absurdo y las lágrimas del final que ya se anunciaba.
Después de guardar el cuaderno, me preguntó de forma inesperada si sabía jugar ajedrez. Claro que sé, le dije, gracias a un tablero que mi papá me regaló cuando cumplí siete años, y con el que me enseñó ganándome y dejándose ganar las tardes de domingo. Vamos a jugar, me invitó, y caminamos hasta una de las mesas de Sabana Grande donde por unas monedas te dejaban usar un tablero.
Con toda elegancia me dejó usar las blancas para que abriera la partida. Justo antes de mover mi primer peón, tomó mi mano y me preguntó qué apostaríamos. No apuesto, no tengo dinero, le respondí. Jorge, no seas tonto, no se apuesta sólo dinero. Entonces me hizo su oferta: si perdía, sería mi esclava sexual durante toda mi vida. Bastaría que la llamara y ella acudiría de inmediato. Mis ojos adolescentes se entrecerraron con una sonrisa y acepté. Si gano, continuó, al morir tu alma será mi esclava. Encandilado por la posibilidad de ganarle, también acepté.
Empezamos a jugar y por unos veinte minutos me abalancé sobre sus piezas, impulsado por la lascivia. A medida que me indigestaba de peones, imaginaba una vida entera satisfaciendo mis deseos con mi propia esclava y sonreía mientras la miraba titubear antes de mover cada pieza. Todo estuvo bien hasta que, en algún momento, ella hizo un par de jugadas que me sentenciaron a un limpio jaque mate del que me tomó un buen rato reponerme.
Hace años esta historia me producía temor. Mi final con María llegaría poco después con el mismo brío de tumulto con que se había desarrollado nuestro breve romance y jamás volví a verla. Con el tiempo, el temor fue sustituido, primero, por la curiosidad ante la idea de encontrarla esperándome cuando me toque avanzar más allá del umbral de la muerte; después, por la sospecha de que la memoria de aquella partida es ya una evidencia de mi condición de esclavo.
Nunca volví a apostar.
Yo nunca la tuve…una pena?
Yo perdí mi alma pero nunca por una apuesta..entre aquí por casualidad me gusta el blog… saludos nos seguimos viendo por acá…ahhh lo q si es q las letras están como muy claras y se me dificulta leer, tengo q resaltar el texto… por cierto un moreno muy lindo 😉
Muy bueno :). Si, el recuerdo nos hace esclavos.
La superstición me carcome siempre. A veces suplanta mi espíritu cientifíco ( que creo que realmente no existe) para llenarme de miedos y suspicacias tratanto de identificar fuentes de malos agüeros.
En tu caso estaría aterrada. No podría soportarlo. Finalmente, creo, viviría con eso.
Un saludo, me ha encantado tu texto y seré tu lectora de ahora en adelante. Saludos!
Muy buen cuento, Jorge.
Coincido, somos esclavos de nuestros recuerdos y prisioneros de la nostalgia.
Saludos.
Lo peor no es el romanticismo de nuestros recuerdos, sino que ya hay una gran mayoría que no cree que esa caracas de nuestro pasado haya en realidad existido.
Perder la identidad es una cosa, pero olvidarla por » vicios «, es la mayor desgracia que le puede ocurrir a un pueblo.
aaaah…la efímera y volatil maría… te subyugará su sonrisa…
Hola. Me ha resultado interesante. Saludos
Fabuloso tu cuento. Remite a épocas de adolecencia. Bien tramado y resuelto como una partida.
Jaque al lector, ¡mate en una jugada!
🙂
Un saludo y un abrazo.
http://lospoemasdeunangelcaido.blogspot.com/ ojala te gusten
Una esclavitud intensa y reveladora. Encantada de visitarte, un abrazo!
No sé, Eraser, quizás sea mejor no haberla tenido nunca que perderla y no encontrarla.
Maguita, lo de las letras es para que me veas con más atención. 🙂 Ya te di una vuelta por tu blog agradeciendo el comentario y la amable flor.
Así es, MB.
María Inés, la superstición nunca es buena consejera. En cuanto a mí, ya no me aterra. Me he vuelto valeroso.
Cierto, Bruz, es algo que comentaba hace poco con la viuda de Argenis Daza Guevara, con quien bastante recorrí el bulevar.
Jio, como decimos aquí: ya pá’qué. Ya me subyugó.
Gracias, Ignatiusmismo, por tu atenta lectura.
Álvaro, hermano, qué gusto tenerte por estos lares. Este cuento, sin embargo, no es un cuento, o al menos es un cuento, como decían antes, tomado «de la vida misma».
Gracias, Juan, te leeré por estos días.
Marianne, otro abrazo para ti, encantado de que me visites. 🙂
Lo importante de amar, es descubrir que el amor siempre estará dentro de uno. Sólo después, es que se descubre que el amor se lo puedes dar a «alguien más». Siempre habrá ese «alguien más».
Hay algunos momentos, algunos amores que nunca se olvidan. Nadie imagina las cosas que pueden pasar jugando ajedrez con una mujer. Generalmente somos vencidos con su seducción. Un relato encantador que engancha desde la primera línea.