En 2000 Gao Xingjian se convirtió en el primer chino en recibir el premio Nobel de Literatura. Esto no quitó el velo de ocultamiento en que se ha mantenido su obra en la gran nación asiática, donde el vicepresidente de la Sociedad de Literatura Contemporánea silenció a un escritor que, en la reciente asamblea anual, intentó colar el nombre de Gao en su intervención.
Hoy en día, en pleno siglo XXI, sus libros no se pueden comprar en China. Los chinos leen sus obras de teatro —prohibidas por el gobierno por representar «contaminación espiritual»— bajándolas de Internet. Su crítica a la persecución que las autoridades chinas han emprendido contra escritores que sostienen opiniones «peligrosas» le mantiene en una especie de marginal estado de gracia al mejor estilo orwelliano, pues mientras que el gobierno niega su existencia su nombre es admirado en secreto por sus contemporáneos.
Gao cumplió 65 años este 4 de enero. Vive exiliado en Francia, país al que quiso viajar, como hace unos años le contara a Jean-Luc Douin, desde que leyó un fragmento de las memorias de Ilia Ehrenburg:
Evocaba su vida en París a principios de los años 20, y contaba que había visto a una mujer entrar en un café, dejar a su bebé en la barra y marcharse diciendo que tenía que hacer un recado. No regresó jamás. Y la patrona reclamó a todos los clientes un suplemento en la propina para ayudar a criar al niño. Esta anécdota me trastornó: yo quería vivir así. Y decidí aprender francés.
Autodenominado «ciudadano del mundo», Gao soñaba con la libertad mientras era «reeducado» en los campos chinos:
A los quince años, tras haber leído una recopilación de Prosper Mérimée, tuve un sueño. Me acostaba con una mujer de mármol, bella y fría, una estatua caída en la tierra, entre las hierbas de un jardín abandonado, y me perdía en una libertad exuberante. Esa libertad, que en China llamamos «decadente», fue la que me llevó a Francia.