En Estocolmo conocí a Marisol Aliaga (en la foto), una periodista chilena con casi tres décadas en la capital sueca, quien me habló de Rinkeby, el llamado ghetto de Estocolmo. Se trata de un vecindario al que van a parar los refugiados de guerra y otros marginados de diversas partes del mundo, además, según Marisol, de algunos suecos —quienes en este sector de la ciudad son minoría— a quienes la vida ha tratado mal.
El sector está lleno de gente de Somalia, Eritrea y de otros países africanos, árabes, latinos y de otras procedencias. Son los mismos inmigrantes que pueden verse en otras partes de la ciudad —en un centro comercial en Kista la «feria de comida» es un conglomerado de restaurantes internacionales donde se puede comer platos árabes o hindúes—, sólo que aquí están concentrados.
Rinkeby ofrece un fuerte contraste respecto al resto de la ciudad. No es el único vecindario pobre al que Suecia relega a sus marginados, según supe después, pero sí es el más característico. La pulcritud y belleza emblemáticas de Estocolmo, la orgullosa Stockholm que brinda por el Nobel en un salón decorado con mosaicos de oro, no valen para Rinkeby: acaso una escultura metálica en el centro de la plaza se convierte en una especie de disculpa por parte de una de las ciudades más bellas del mundo para con su contingente de losers, cuyo vecindario está sucio, huele mal y encaja perfectamente en la palabra caos. Y, con todo, la arquitectura de Rinkeby sería, en nuestros países, la de un vecindario de clase media acomodada.
Este botón de muestra: en toda Estocolmo se pueden ver estos materos, que adornan la ciudad con hermosas flores… excepto en Rinkeby. El matero de la izquierda está en la zona histórica (donde quedan, por ejemplo, el Palacio Real y las embajadas), y el de la derecha es su hermano-oveja negra de Rinkeby.
En medio del desastre, sin embargo, la gente siempre guarda un espacio para la alegría. Mientras recorríamos el único centro comercial de la zona —una edificación de dos plantas sin demasiados lujos—, escuchamos el golpe de unos tambores. Le dije a Marisol que sonaba muy parecido a los tambores de la costa venezolana, descendientes de África, y nos dirigimos a la plaza, de donde provenía la música. Un grupo de tamboreros entre los que se notaban rasgos africanos y latinos (y además algún árabe y, créanlo o no, hasta un sueco) había empezado a tocar y, de los rincones de la plaza, varias mujeres se acercaron e improvisaron una coreografía.
¿Notan el ritmo y la sabrosura con que baila la chica rubia? Marisol, que lleva todos esos años entre suecos, la identificó de inmediato como tal. «¿En serio?», le pregunté. «Pero baila como una latina». Pues sí: a las suecas les encantan los bailes con ritmo, nuestras danzas latinas y sus matrices africanas, y logran ejecutarlas con gracia. Es así, quizás, como se sacuden el frío nórdico de los huesos.
Lo he dicho antes: es un mundo extraño (y no siempre justo), es un mundo hermoso.
Muy cool tu viaje! Tengo envidia (de la buena)