En mi último día en Estocolmo decidí visitar la Iglesia de Santa Clara, una enorme edificación gótica que había visto desde diversos puntos de la ciudad y que me tenía intrigado.
Al entrar al jardín de la iglesia, una señora que no tenía pinta de sueca se acercó a mí con unos bizcochos envueltos en una servilleta mientras me decía algo en sueco. Cuando le dije, en inglés, que no la entendía, este señor la relevó y me explicó que se trataba de unos bizcochos que su congregación ofrecía gratuitamente a los visitantes, junto con café, de lunes a viernes hasta el mediodía.
Debo confesar que, tras varios días de calcular costos en dólares, euros y coronas, el obsequio me tomó por sorpresa. Agradecí al señor por los bizcochos y le dije que quería entrar a la iglesia. Me acompañó al interior y me regaló una vela para que la encendiera y, si quería, dijera una oración.
Luego me preguntó de dónde soy. Aunque sabía que Venezuela queda en América, tuve que aclararle que estamos en Suramérica, y no entendió ese nombre dicho de tan castiza manera. Corregí: South America, y asunto resuelto. Me pidió más precisiones y le mostré la servilleta en la que estaban envueltos los bizcochos, que por esas cosas de la poesía y la simetría tenía la forma triangular de nuestro subcontinente. Le señalé un punto en la parte superior de la servilleta y respondió con una gran sonrisa: «¡Ah! ¡Al norte del sur!».
Entonces me dijo que ya casi era mediodía y me invitó a compartir un café con él. Salimos de nuevo al jardín, donde otros miembros de la congregación cantaban y servían los últimos cafés y bizcochos a quienes venían llegando. Un sacerdote sueco cantaba en español (pues la simetría no parecía llegar a su fin) acompañándose de una guitarra. La canción hablaba del poder de la oración: si oras con la suficiente fe, cualquier montaña se moverá, se moverá, se moverá…, aunque el buen sacerdote no atinaba a decirlo correctamente y convertía el estribillo en se mueverá, se mueverá, se mueverá… Le dije al señor: «Está cantando en español». Y él, con humildad, reconoció: «Bien, no tengo idea».
Mientras tomábamos el café me dio su tarjeta. Señalé su nombre, Rune L. Sandström, y le pregunté por su pronunciación: «Riun?». Me dijo: «No. Runé». Entonces me di cuenta de que toda mi vida estuve equivocado pensando que el nombre de Arne Sacknussemm se pronunciaba Arn.
También me presenté y mi nuevo amigo me preguntó sobre mi estadía en Suecia. Le expliqué que soy escritor y que Letralia había sido seleccionada finalista en los premios Stockholm Challenge, cuya cena de premiación sería esa noche en el City Hall, el colosal Ayuntamiento de Estocolmo. Lamentó que fuera un viaje tan corto, y cuando le mencioné el City Hall recordó que allí es donde se entregan los premios Nobel, por lo que me auguró suerte para que una visita futura me llevara a ese recinto a recibirlo. «No espero tanto», le dije, «pero ten la seguridad de que la próxima vez que venga a Estocolmo te llamaré».
Después del café, Rune me acompañó de vuelta a la Estación Central, desde donde me indicó cómo llegar al City Hall. Me preguntó por el clima venezolano y le hablé de nuestros goterones de sudor bajo el sol del Caribe, cuando salimos a caminar. Me contó que conocía esos climas, pues había vivido años ha en Suráfrica. Nos despedimos con un abrazo y la promesa de mantener comunicación por correo electrónico.
Ya he dicho que la Iglesia de Santa Clara me intrigaba. Debo decir también que me tenía intrigado por qué me tenía intrigado, tan poco afecto como soy al turismo de oficio que ejercen las agencias, y que te muestra las iglesias, los museos y los parques, olvidándose de mostrarte lo único que en realidad importa: cómo es la gente.
Definitivamente excelente. Es el espíritu curioso y la mirada que busca lo significativo, los que se encuentran con los asombros cotidianos. Pensar que podrá verse en JorgeLetralia sin entender absolutamente que dijiste de él. Sólo le quedará la fe. Gracias por permitirnos acompañarte un rato en tu estadía sueca.
Desplazamiento. (…envidiable. Que sí)
Y un disolviendo fronteras.
Es la gente, me refiero a gente como tú, receptiva la que hace la diferencia.
Momentos mágicos… los que hay que recordar. Y los hace la gente, no los monumentos.