Alguna gente es como el chicle. No me refiero a que sean incómodamente pegajosas (aunque también), siempre tratando de hacerse tus camaradas, sino a esos que se te cruzan de cuando en cuando y te dejan la sensación molesta de algo pegado a la suela que hace chuick chuick a medida que caminas. Esos que te hacen ver a todos lados buscando una gramita para restregar con furia el zapato y alejar esa sensación para siempre, o al menos hasta que te los vuelvas a cruzar.
Así es Marisa. La conozco desde que éramos niños, desde la escuela. Ni siquiera fuimos amigos, sólo nos conocimos en tal y cual salón y quizás coincidimos uno o dos años. No puedo ni recordar algo específico que hayamos compartido en los tiempos de la escuela. Ella simplemente estaba ahí, de la misma manera como yo estaba un poco más allá, quién sabe —a estas alturas— a cuántos pupitres de distancia.
Pero a Marisa le quedó la idea de que somos amiguísimos, entrañables. Y así me trata cuando nos topamos en la calle por casualidad. No me cuesta mucho urdir alguna pequeña trampa para hacerle creer que estoy muy ocupado y de esa forma huir en santa paz. Pero a veces me agarra en una de esas situaciones… el banco, por ejemplo, o un centro de comunicaciones. Situaciones de las que no puedes salirte fácilmente porque sería peor para ti. Lo peor fue la vez que me agarró en el centro de comunicaciones. Hasta le hice señas para que se fuera (sonriente, como “no, vale, no me esperes, no quiero robarte tiempo”, pues no puede uno perder el estilo) y no, ella se mantuvo al pie del cañón esperando que terminara mi conversación.
Marisa nunca fue molesta en realidad hasta que nos convertimos en veinteañeros. Me la conseguí en Maracay. Y como no sabía lo que venía, dándomelas de galán hasta la invité a un café usando el viejo truco hablemos-del-tiempo-que-llevamos-sin-vernos. Recuerdo que era casi mediodía y una de las mesas cercanas reflejaba esa luna característica tan de cualquier mediodía en Maracay, azotándome los ojos sin piedad. Fue entonces cuando Marisa soltó su gran proyecto:
—Estoy organizando un movimiento político X, con X tendencia, y quiero que estén tú y X y X.
Para darles un poco de contexto, alguna vez estuve interesado en la política. En los años del liceo. No participaba de movimiento político alguno, pero me gustaba la cosa. Ya con mi chemise beige llegué a ser secretario de una junta electoral en esas elecciones de juguete que se hacían en los liceos por aquellos años, para elegir el centro de estudiantes, y aún mantengo con (vano) orgullo la presea de haberle obstaculizado el juego a los adecos. Pero eso es otra historia, y este no es un relato sobre elecciones.
El caso es que cuando Marisa me habló de eso ya habían pasado como cinco años y yo había cambiado. La política no me interesaba, al menos no la política de pantano que siempre ha caracterizado a Venezuela, donde hay “objetivos programáticos” que sirven de máscara a la desesperación por meterse unos riales con la construcción chimba de unas aceras.
Claro que le dije a Marisa que no estaba interesado. Pero Marisa insistió. No estaba dispuesta a soltar el bocado tan fácilmente. Empezó con paciencia, aduciendo que un tipo como yo (nunca supe qué quiso decir exactamente) no podía mantenerse alejado de la gestión social. No le funcionó. Luego me dijo que si labraba bien el camino en unos años podría ser director de la casa de la cultura. Tampoco le funcionó. Terminó diciéndome que este país está como está por culpa de quienes nos creemos la gran cosota. Menos le funcionó, pagué los cafés y me retiré tan pronto como pude. En descargo de Marisa debo decir que fue la única vez que perdió por un momento la compostura.
He desarrollado una habilidad especial para escabullírmele. Es muy difícil que aguante a una persona si antes me ha resultado molesta al menos una vez. Por esa misma habilidad especial, cuando hablo con Marisa ya han pasado, digamos, dos o tres años desde la vez anterior.
Marisa, por otro lado, ha desarrollado una habilidad especial para hacerme propuestas relacionadas con cosas que ya no me interesan. Pareciera estudiar mis pasos y lanzarme una propuesta que más o menos encaje. El problema es que siempre me la lanza a destiempo. Entre sus joyas se encuentra por ejemplo la organización de un grupo de ayuda informática, basada quizás en que hace tiempo estudié un par de semestres de informática (y no aprobé el tercero por mi aversión hacia los números, que puede llegar a la náusea física; y no, no estoy exagerando). Otra: la recuperación de un grupo cultural, y supongo que pensó que esa vez sí aceptaría, pero ya se sabe que nunca segundas partes fueron buenas. La más reciente fue de tipo profesional: dirigir una revista impresa. Claro, Jorge dirigió un periódico y siempre ha estado metido en impresos, ese es el tipo. Pero, por supuesto, cuando Marisa me encontró por casualidad —en la cola para votar—, y me lanzó la propuesta, ya yo no podía estar interesado.
Creo que nunca he usado tanto la palabra no como con Marisa. Me da un poco de cosa con ella, que no deja de tener buenas ideas, sólo que se las propone al tipo equivocado. A veces trato de verle lo positivo al asunto: Marisa me permite percibir cómo cambio con los años. Es como una palmadita en el hombro. Nunca soy el hombre que era el día anterior, y Marisa quizás está ahí para recordármelo. Eso pienso cuando trato de verle lo positivo. Pero cuando Marisa me atrapa en la cola del banco o de las hamburguesas de Tito o de las elecciones o en el centro de comunicaciones, en realidad es bastante molesto tener que oírla, convencido de que su propuesta, naturalmente, no me atraerá. Y cuando por fin logro darle la espalda y emprender la huida, siempre me queda esa sensación molesta de chicle en la suela, de zapato que se resiste un poco a dejar el pavimento, como si los pasos que ya he dado se negaran, obstinados, a integrarse de una vez a esa cosa informe y resbaladiza que, a falta de mejor nombre, hemos convenido en llamar ayer.
Ay «las marisas»…quién sabe si cuando el mundo de otra vuelta, alguna de sus múltiples propuestas te resulte interesante jajaja. Qué relajante es leerte, un abrazo!
Jajajaja. Creo que «todos tenemos una así». Suerte la tuya de ver a tu Marisa una vez a la cuaresma, me temo que yo tengo que ver a los míos con más frecuencia… Si por lo menos me dieran material para un cuento!…
Un saludo. Como siempre, un placer leerte.
Y sin embargo seria una bajeza ser ingrato y renegar de la importancias de esos «chicles», ya que son, como en este grato articulo, una mina de anecdotas. Es el odio, digamos, y las situaciones incomodas, las que tendemos a exagerar, a revestir literariamente. La literatura esta llena de rencores y frustraciones. Y los comentarios en los blogs estan llenos de vagas generalizaciones, jaja.
¡A mi me da envidia! Te envidio la frescura agradable que sabes darle al relatar un tema tan cotidiano. Todos tenemos nuestro chicle, pero pocos tenemos el humor suficiente para relatarlo como tu lo haces.