Si es un lugar común caracterizar a los escritores (y otros bichos de uñas similares: docentes, científicos…) como seres dotados de una capacidad infinita para pasar por alto cualquier cosa, debo admitir que soy un lugar común en persona. Dispongo de episodios de sobra: levantarme de la silla porque tengo sed y detenerme ante la puerta de la nevera preguntándome qué hago allí; comprar un pantalón y olvidar probármelo, sólo para llegar a casa, darme cuenta de que no me queda (una forma eufemística de decir que no puedo entrar en él…), disponerme a salir para cambiarlo y, al llegar a la tienda, descubrir —con una mezcla de frustración y risa— que he olvidado llevar conmigo el pantalón; conducir hasta el centro para hacer alguna diligencia y devolverme caminando porque he olvidado que había salido en el carro. Y sí, todos estos son episodios reales (y algunos me han ocurrido más de una vez).
Pero no me cabe duda de que los peores despistes son los que tienen relación con los viajes.
Cuando iba a Caracas con frecuencia por mis estudios y mi trabajo, estos despistes solían hacer estragos en mi tranquilidad y, por supuesto, en la administración de mi tiempo. Ya trabajaba en Caracas cuando hice los trámites para ingresar a la UCV. Uno de esos trámites era presentar la prueba de aptitud académica por segunda vez; obviamente debía presentarla en Cagua, así que el día anterior al examen tomé mi autobús, recorrí los cien kilómetros exactos que me separaban de Cagua y, al llegar aquí, me di cuenta de que había olvidado los documentos que debía consignar. Así que tuve que volver a Caracas en un carrito por puesto que salió de La Encrucijada a las 9 de la noche, y a las 11 regresé en el último autobús que salía del terminal del Nuevo Circo, ya con mis papeles. A la mañana siguiente, cansado y trasnochado, salí a la parada del centro de Cagua a esperar el autobús que me llevaría hasta el liceo donde debía presentar la prueba. Como era de esperarse, tomé el autobús equivocado y acabé en el extremo opuesto del pueblo. Tuve que volar en taxi, pero llegué a mi prueba con media hora de retraso. Afortunadamente todo lo demás salió bien e ingresé a la universidad a finales de 1989.
Un poco después, por esa misma época, hubo una temporada en la que viajé diariamente entre Cagua y Caracas. Salía de la universidad a las 10 de la noche, pero aquellos eran tiempos gloriosos en los que podías caminar por la capital a cualquier hora y salir ileso de la experiencia. Así que generalmente llegaba al Nuevo Circo a tiempo para tomar un autobús que llegaba hasta Maracay, pero que se paraba en un punto de la autopista donde yo bajaba a pie hasta la carretera, a unos metros de La Encrucijada, y esperaba un pirata que por el doble del pasaje normal me dejaba en el centro de Cagua, de donde podía llegar a casa caminando.
Pero hete aquí que una noche me quedé dormido profundamente. Cuando desperté, el autobús estaba estacionado a la orilla de la autopista y por la ventana miré con horror la bajada hacia la carretera; con horror, porque la vieja máquina empezaba a desperezarse. Tuve que levantarme de golpe, pegarle un grito al chofer para que volviera a detenerse (cosa que hizo no sin emitir algunos gruñidos) de manera de poder bajarme para evitar pasar de largo y llegar hasta Maracay. Me bajé y respiré aliviado el aire de la noche mientras el autobús se perdía en la oscuridad. Al bajar de la autopista, me di cuenta de que me había despertado antes de tiempo: estaba en La Victoria. Me había bajado en una parada que quedaba como veinte minutos antes de mi destino. Como a esa hora no había más autobuses que tomar, tuve que pagarle a un taxi la exorbitante suma de quinientos bolívares para que me trajera a Cagua. Con esos quinientos bolos hubiera podido hacer un buen mercado.
Siempre es reconfortante, aunque de alguna manera perversa, saber que uno no es el único capaz de cometer semejantes autogoles. La historia de Tobi Gutt —el chico alemán que escribió mal el nombre de Sydney y, en lugar de verse con su novia australiana, se encontró en el aeropuerto en miniatura de Sidney, Montana— deja bien atrás mis despistes insignificantes. Comprendo, de todo corazón, a Gutt, cuando declara: “La cosa me extrañó pero no quería decir nada”. Perdido en ese pueblito de menos de cinco mil almas y vestido con una camiseta que decía “I love Sydney”, con toda la frustración del caso, el chico tuvo que esperar que sus padres y su novia le depositaran un dinero para reemprender el viaje en la dirección correcta. Una pequeña lección para quienes piensan que la mala ortografía es un mal menor.
No deja de preocupar, entre los privilegiados que tenemos el triste honor de encabezar la lista del Alemán.
Pero lo tuyo es lento, tendrás tiempo para meditar olvidos y despistes. Todo se supera.
Lo mío es crónico, solía ir al automercado en mi carro y devolverme a pie -caminando-, pero ya lo supere. La última vez, olvidé donde había dejado el carro; ahora voy caminando.
Feliz Año.
En mi caso, donde los viajes a mi Universidad eran mas largos,desde Barquisimeto a San Cristobal, me pasò desde que me dejara el bus por confundir la hora de salida, hasta montarme en un bus distinto en la parada que hacen en Barinas.
Al nacer mi bebe, mis amigos prometieron regalarle una camisa que dijera «Yo soy tu hijo» segun y que para no perderlo en el supermercado. Lo de la nevera en incontables oportunidades me ha pasado. Anoto casi todo en agenda y la vivo dejando en casa. Grrr Tengo historias miles. Asì que eres mi consuelo. De hecho, hace poco se me ocurriò que debe haber un Santo de los Despitados, alguien me dijo que es: «San Pon Cuidado», jeje. Saludos
Gracias, Franco, por las palabras de aliento. Supongo que, como yo, eres de los que nunca compran un paraguas o unos anteojos caros, pues es seguro que en cualquier momento los dejaremos por ahí. Colegas olvidadizos del mundo, uníos.
Consuelo, triste consuelo has hallado. Yo hace tiempo que dejé de usar agendas, porque siempre las pierdo. Hasta tengo un programa en mi computadora que funge de agenda electrónica, pero no me sirve porque siempre olvido anotar lo que debo evitar olvidar.
Iba a escribir algo más, pero lo olvidé.
Meter la cafetera en la nevera, dejar la leche para el café sobre el fogón hasta oler a quemado, olvidar sacar los cubiertos del plato antes de vaciar los restos en la basura, ponerme camisas del revés, cerrar el carro con las llaves dentro…
Ahora hago listas que quedan bien visibles sobre mi escritorio, bienvenido el microondas, siempre tengo un juego de llaves extras del carro y la casa en el bolso, aunque sigo perdiendo los cubiertos de vez en cuando y usando las camisas del revés.
MC
Si te sirve de consuelo te diré que el despiste es una prerrogativa de gente intelectualmente brillante. Se cuenta que un día Einstein estaba paseando a orillas del río sumergidos en sus pensamientos y jugueteano con una piedrita. Alguien se le acercó y le preguntó la hora. Sacó el reloj del bolsillo de su chaleco le dijo la hora al transeunte, se guardó la piedrita en el bolsillo y tiró el reloj al río.