Desde que David Lynch mantuvo en vilo a medio mundo con el misterio de Laura Palmer, las series de televisión han logrado cotas artísticas que, en muchos casos, nos vengan del empobrecimiento del cine, ofreciendo propuestas argumentales y estéticas que desdicen el mote de caja boba que se le endilga a la pantalla chica. Súper-anti-héroes, detectives redivivos, héroes asesinos, narcos por necesidad, ciudades titánicas y hasta gente común nos han dado una experiencia cinematográfica alterna a la del cine, en principio porque el producto primigenio puede extenderse cientos de horas sin perder la unidad, y por otro lado por atreverse a subvertir el esquema clásico de las series.
Sin embargo, lo clásico se caracteriza porque su gusto jamás se pierde. Las series con las que crecí se apoyaban en dos pilares: un personaje o grupo de personajes desarrolla una lucha basada en una causa personal o colectiva, y cada capítulo es un caso, una historia redonda con introducción, nudo y desenlace. Así, aunque ver la serie desde el principio te daba el contexto necesario para entender a cabalidad las motivaciones de los personajes, si veías un solo episodio lo entendías. Kojak, The A-Team, Hunter, T. J. Hooker… Todas seguían este esquema.
Sigo con mucho gusto dos series actuales que decidieron viajar en el tiempo y acogerse a este esquema: Burn Notice y White Collar. Emblemáticas en todo, clásicas hasta la muerte. No se basan en grandes actuaciones, pues lo que rige es el guión de cada episodio. Cada una convierte sus escenarios —una multirracial Miami, la primera, y una Nueva York high tech, la segunda— en entornos míticos y se basan en un argumento general que se desvanece bajo la urgencia del argumento que ofrece el episodio del momento. Y son ambas tan clásicas, tan clásicas, que hasta se parecen en sus fotografías promocionales, como verán.
Burn Notice es una variación del tema clásico del héroe perseguido por un crimen que no cometió. Michael Westen es un espía que acaba de ser «quemado», lo que en el mundo del espionaje internacional implica que se pierden todos los privilegios –y, claro, el sueldo— y pasa a ser un tipo común y corriente. Abandonado en Miami, se dedicará a resolverle problemas a la gente usando para ello los procedimientos propios de su profesión, con una escudería compuesta por su madre —una fumadora compulsiva—, un colega —chambón, casi alcohólico y en ocasiones chulo—, una novia irlandesa que perteneció al IRA —con su respectivo expediente como terrorista— y, más tarde, por otro colega —un espía «quemado» por culpa de Westen y que termina haciéndose su colaborador.
Tras bastidores, Westen sigue investigando quién hizo que lo «quemaran» y por qué, pero sus averiguaciones ocupan un mínimo espacio de cada episodio, rendidas ante la urgencia de un caso por resolver. Y cada episodio sigue un patrón estricto: presentación del «cliente», la persona que está en apuros y le pide ayuda a Westen; presentación del «malo», y resolución del problema. Cliente y malo son presentados literalmente, pues cuando se define cada uno como tal la imagen se congela y unos subtítulos indican que se trata de uno u otro. El cliente llegará a Westen por vía de alguno de sus colaboradores o porque, gracias al viejo procedimiento del boca a boca, se ha enterado de su vocación heroica. El malo siempre se hunde sin remedio ante la pericia de un espía entrenado al que ni siquiera ve venir. Y el problema se resuelve con la voz en off de Westen explicando cómo hacer estallar un almacén o quebrantar la seguridad de un peligroso narcotrafricante, y siempre con ese tono didáctico de «hágalo usted mismo».
Por si se necesitara algún contexto para entender la cosa, en la presentación de los créditos el propio Westen hace una especie de declaración de principios (disculpen, por favor, la mala calidad del video):
White Collar es, por su parte, una variación de la clásica serie policial de detective y compañero. Sus dos héroes son, a la vez, el detective y el compañero, dependiendo de las circunstancias. Neal Caffrey es un estafador de altísimo calibre, un bon vivant que ha decidido poner al servicio del crimen su apabullante cultura, que abarca todas las artes, la gastronomía, la enología, la química, la historia y, claro, la manipulación de documentos antiguos y la joyería. Joven y encantador, con estampa de action figure y amante de llevar sombrero, casanova y cuando se requiere hombre de acción, Caffrey es todo un hombre del Renacimiento, pero también un artista del engaño de cuya actividad criminal no existe, en su mayoría, evidencia concreta, y del que ni siquiera se conoce su nombre auténtico.
Tras escapar de una cárcel de máxima seguridad, aparece en su vida el agente especial Peter Burke, un experimentado sabueso que se convertirá en su cazador. Caffrey regresa a prisión, pero llega a un acuerdo con el FBI, que lo pondrá en las calles si colabora en la resolución de casos para los que se requiere su infinita pericia en el crimen de cuello blanco. Para mantenerlo vigilado a tiempo completo, se le pone una tobillera con un dispositivo de geolocalización. Así, puede moverse libremente dentro de un radio limitado a tres kilómetros; si sale de ese radio, se quita la tobillera o falla en alguno de los casos, volverá a la prisión. En esas condiciones asistirá a Burke y a su equipo en casos de falsificación de arte, de documentos y de dinero, robo de joyas y estafas millonarias; a veces su experiencia criminal lo lleva a liderar al grupo en vez de sólo funcionar como compañero de Burke. En la escudería se encuentran otros agentes del FBI, la esposa de Burke —una museóloga de delicioso carácter— y el estafador Mozzie —colega, mentor y mejor amigo de Caffrey—, entre otros.
La presentación de White Collar no puede ser más clásica, con personajes haciendo lo suyo o sonriendo a la cámara en falsas expresiones casuales:
Dos series cuyas historias emocionan sin presumir, hechas para nada más que el disfrute.
Buenísimo, me encantó. Te dejo un comentario en Lo mejor de la quincena. Saludos.