A las 6 de la mañana del lunes 5 de agosto llegué a Pekín. Viajé como invitado del IV Festival Internacional de Poesía del Lago Qinghai, evento que se realizaría del miércoles 7 al domingo 11 y que organiza cada dos años el gobierno de Qinghai, una de las veintidós provincias que conforman la República Popular China.
Lo primero que noté mientras hacía la cola de inmigración fue el calor. Aunque alguien me había comentado que Pekín atravesaba un verano especialmente caluroso, no hay manera de que te prepares para eso. Así que me convencí, con la mayor ingenuidad, de que se trataba de algún sistema de calefacción en el aeropuerto para proteger a los pobrecitos extranjeros de lo que suponía era un frío mañanero.
Pues no.
Afuera me esperaba un muchacho con el cartoncito habitual en el que escriben tu nombre para que sepas que él será tu guía en la entrada al país. Estaba con una pareja mayor de poetas rumanos que venían en el mismo avión de Air France, y que, ya a punto de abordar la camioneta que nos llevaría al hotel, se me presentaron: Eugen y Lucía Uricaru.
En poco más de veinte minutos llegamos al hotel, una estructura gigantesca que, en su afán por lucir monumental, terminaba acentuando varios elementos kitsch tan propios, como sabría más tarde, del gusto chino. Bajamos de la camioneta y atravesamos unos pocos metros de calor intenso que se desvaneció una vez traspusimos la puerta de la recepción, donde un aire acondicionado proporcionaba un clima más amable.
En la recepción conocimos a Joanna, parte del equipo organizador del festival y quien, obviamente, no se llama así. Joanna es su “nombre occidental”, algo que terminé interpretando como una forma simple de ahorrarse explicaciones y transcripciones al presentarse a alguien ajeno a la cultura china. Ella nos dio en inglés los horarios de la comida y nos informó que podríamos descansar todo el día —algo de agradecer después de un vuelo tan largo—, de manera de volver el martes al aeropuerto para dirigirnos a Xining, la capital de Qinghai.
La misma camioneta nos llevó hasta nuestras habitaciones, ubicadas en el más apartado de los edificios que forman parte del hotel —que, en un ejercicio de ironía climática, se llama Tulipán de la Primavera Caliente. Como suele sucederme en estos casos, la tarjeta magnética que me dieron no funcionó. Con la cordialidad característica de los rumanos, Eugen se ofreció a acompañarme de vuelta a la recepción para resolver el problema.
Debíamos hacer a pie el recorrido que antes habíamos hecho en la camioneta. Era un pasaje al aire libre bordeado por sauces llorones, y en el que vimos un cibercafé, un edificio que supusimos era una planta eléctrica y un sector de cabañas: en total, unos quinientos metros hasta la recepción.
Fueron los quinientos metros más largos que he recorrido jamás. El calor era tan intenso que se podía escuchar el aire caliente en su ascenso hacia el contaminado cielo pequinés. Luego me enteraría de que la temperatura promedio en Pekín era por esos días de 42 grados a la sombra. Un sauna a cielo abierto que amenaza con freírte las neuronas en su salsa gris, y que produce una extraña bruma de fuego blanco que rodea todas las cosas. Los sauces no están llorando, se están derritiendo, pensé.
Eugen y yo bromeamos sobre un clima que para ambos era extremo y desconocido, pero a medio camino comprendimos que debíamos economizar aire si queríamos llegar sanos y salvos a nuestro destino.
El muchacho de la recepción intentó ser atento, pero había una infranqueable barrera idiomática. No entendía inglés, y mucho menos español, y no había ni rastro de Joanna por los alrededores. Así que apelamos a la fabla universal de gestos y morisquetas, y en algún momento entendió que mi tarjeta no tenía la clave que abría mi puerta. La pasó por una máquina y, también por señas, nos indicó que el problema estaba resuelto. Yo esperaba que nos enviara en otro vehículo hasta el edificio donde estaban nuestras habitaciones, pero nuevamente estaba pecando de ingenuo: había que regresar a pie.
Escondido entre las alicaídas ramas de los sauces, un ejército de chicharras entonaba el canto ancestral con el que los machos llaman a las hembras a fin de hacer eso que se hace para perpetuar la especie. Eran tantas chicharras gritando a la vez que el canto se parecía al rumor incesante de una alarma averiada. Recordé las chicharras que por mayo se prendían a los árboles de la escuela Luis Alejandro Alvarado, en Cagua, uno de los primeros misterios de mi niñez. Me extrañó que estas chicharras chinas estuvieran cantando en agosto, pero Eugen me explicó que en los países con cuatro estaciones lo hacen durante todo el verano, y que en Rumania tenían el mismo comportamiento.
Llegamos al otro edificio sudorosos y jadeantes, y aunque habíamos hablado del peligro de pasar del extremo calor al extremo frío del aire acondicionado, entramos sin mucho protocolo y sin detenernos. Al fin voy a poder dormir, pensé. Estaba siendo ingenuo una vez más: la tarjeta seguía sin funcionar. Afortunadamente el muchacho de recepción había alertado del problema a uno de los botones, que después de hablar por radio con aquél agarró la tarjeta y la llevó para que la cambiaran. Fue en bicicleta, una bicicleta que le envidié con entusiasmo.
La tercera fue la vencida, y cuando el chico regresó la tarjeta funcionó y pude, al fin, entrar. Colgué en el clóset mi chaqueta nueva, que había comprado en Venezuela especialmente para este viaje, cuando con ingenuidad pensaba en el frío milenario de aquella región que hasta entonces era una referencia confusa en los pliegues de mi cultura general. Luego me di un baño y me acosté.
Y fue allí, con el alivio del aire acondicionado y del tiempo muerto, sin el fragor de ese clima infame, cuando entré en conciencia de que estaba tan lejos de casa como era posible. Mierda, estoy en China, pensé. En el lado opuesto del planeta.
Desde que puse mis pies en el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar, en Maiquetía, hasta ese momento en que reposaba en una cama del Tulipán de la Primavera Caliente, en Pekín, habían transcurrido 32 horas. Había aguantado las más de nueve horas entre Caracas y París al lado de un chino que olía a una semana sin darse un baño. Había fumado un par de marlboros en el aeropuerto Charles de Gaulle, en una de esas minúsculas y oprobiosas pero anheladas salas para fumadores, acompañado por un indio silencioso de ojeras moradas, una pareja de gringas dicharacheras y risueñas y desculadas y una muchacha morena de nacionalidad inimaginable que entró bailando y fumó bailando. Había pagado con dólares —y recibido el vuelto en euros— un capuccino y un muffin de cambur que me recordó las rosquillas de cambur con que treinta años antes me recibía mi abuela María de mis rubieras de liceísta. Había hablado de ciudades y cerveza, ya en el avión de París a Pekín, con una joven pareja de alemanes de uno ochenta y dientes rubios que pasaría en la capital china su luna de miel. Había vuelto a ver El show de Truman en forma intermitente, en ese mismo avión, en los trances de vigilia que me permitía el creciente cansancio. Había descubierto, finalmente, que los chinos no son tan diferentes a nosotros, y que cuando el avión llega a la tierra de sus mayores se emocionan como nosotros y que, al igual que nosotros, celebran al piloto con una tanda de aplausos, agradecidos de seguir con vida después de atravesar un cuarto de planeta encerrados en un cilindro de metal que tiene la facultad mágica de mantenerse suspendido en el aire a miles de metros de altura.
jorge, muy bueno tu relato, pero en la última línea la memoria te jugó una mala pasada… los aviones de línea no vuelan a miles de kilómetros de altura, sino a miles de metros, 9000 mts un boeing por ej..
¡Mil gracias, María Angélica! Un lapsus tan tonto. Ya está corregido.
Un placer leer su crónica. Salud y un abrazo, Emma
¿En la cola de inmigración del aeropuerto no había aire acondicionado? Y yo que me quejo del calor de Maiquetia
Qué va, pana. Ni un ventiladorcito.