El descubrimiento más importante del mundo no puede compararse con el descubrimiento interior. Esa parece ser la premisa de El joven y prodigioso T. S. Spivet, la película más reciente de Jean-Pierre Jeunet, el cineasta francés que puso a Sigourney Weaver a darse unos besos con un pariente pero que además nos regaló esa fábula maravillosa que es El fabuloso destino de Amélie Poulain o, para los amigos, sencillamente Amélie.
T. S. Spivet tiene diez años y vive con su familia en un rancho en medio de una nada paradisíaca de Montana. Su padre tiene la pinta y la actitud de un vaquero del siglo XIX, su madre es una científica obsesionada por los insectos y su hermano gemelo es un muchachito de pocas luces pero de gran corazón que, por otra parte, parece ser el preferido del admirado padre. Además está una hermana que es la única “normal” de la familia y, por lo tanto, es la atribulada oveja descolorida en un rebaño de ovejas negras.
El caso es que T. S. es un genio. Las grandes revistas científicas publican sus artículos sin sospechar que los envía un chicuelo que hasta hace dos años usó zapatos de velcro porque no sabía amarrarse las trenzas. Se sube a los árboles y corre por el campo como cualquier otro niño, pero también ha ideado un sistema de riego y tiene astrolabios y brújulas entre sus juguetes.
Un día, T. S. entra a un museo local en el que proyectan un documental. Se sienta entre decenas de estudiantes universitarios y escucha a un científico que dice en la pantalla:
No hay reto científico más grande, más prestigioso, más mítico, que descubrir el misterio del movimiento perpetuo. Sin embargo, muchos afirman que esta búsqueda está condenada a fracasar. Una máquina de este tipo desafía las leyes del universo.
Esto hace que el cerebro de T. S. se ponga a trabajar. En unos meses tiene listo el planteamiento para una máquina de movimiento perpetuo y envía su proyecto, planos incluidos, al Instituto Smithsoniano. Y la cosa le queda tan redonda, tan perfecta, que obtiene el premio científico más importante de la institución.
Es en ese momento cuando realmente empieza la película. Porque T. S. decide ir solo a Washington a recibir su premio —tendrá que decir algunas mentiras, claro, para escapársele a su familia— y emprende su viaje como polizón de uno de los trenes de carga de Union Pacific que pasan cada día cerca de su rancho.
Esta travesía lo enfrentará con la autoridad y con las convenciones de un mundo que es adulto únicamente cuando le conviene y que ha olvidado todo el futuro que se encierra en la mente de un niño. Un mundo que finge las sonrisas y que explota la mediocridad (“el moho de la mente”, como advierte la madre de T. S.) como la manera segura de llegar al éxito, si es que lo que se considera éxito es el cuarto de hora de fama que ya sabemos. Un mundo geométrico pero ilógico, como bien lo describe T. S. al ver por primera vez la ciudad:
La naturaleza había desaparecido. Cada milímetro de paisaje había sido reemplazado por una construcción edificada por la geometría. ¿Cómo puede el hombre producir tantos ángulos rectos cuando se porta de forma tan extraña e ilógica?
A la par de su aventura, T. S. se aboca con dedicación al examen de su mundo interior. Sabe, o intuye, que para encontrar el necesario equilibrio con la realidad debe entender sus sentimientos respecto al fragmento de la realidad que le tocó vivir. Así como el diario de su madre —que ha robado para leer durante su huida— le despierta la curiosidad por el propio origen y por lo que ocurre en su familia cuando él no está, su arribo al Smithsoniano le hace ver en su mente un tiovivo imaginario poblado por los grandes científicos de la historia. Ambos mundos se niegan mutuamente: en su casa nadie sabe que él ha logrado colarse en las grandes publicaciones especializadas, y cuando se enfrenta a la comunidad científica asegura ser huérfano. Alrededor de la entrega del premio se desencadenan varios hechos que le van a permitir al pequeño genio hacer de sus dos mundos uno solo y encontrar el equilibrio, lo que para él termina siendo el mayor de todos los descubrimientos.
Recomendable por los cuatro costados, El joven y prodigioso T. S. Spivet es una delicia para la vista, con todos esos paisajes rurales que la cámara convierte en estampas de la belleza. Helena Bonham Carter, en el papel de la científica madre de T. S., está aquí más tranquilita y serena que cuando trabaja a las órdenes de Tim Burton, sin peladeras de ojos aunque sí quema unas cuantas tostadoras —literalmente— y tiene una extraña escena con gusanos. No dejó de darme una pizca de horror ver tan avejentada a Judy Davis —incluso me costó reconocerla al principio—, la otrora belleza tormentosa de Barton Fink y Naked Lunch. Pero creo que la actuación que se llevará el aplauso de todos es la del pequeño Kyle Catlett, que se come la pantalla en los muy variados registros que le exige esta historia basada en una novela del joven escritor estadounidense Reif Larsen.