Mi papá nos tenía prohibido que viéramos las comedias de Chespirito. Primero fue El Chavo y luego la prohibición se extendió a El Chapulín Colorado y, en general, a todo lo que proviniera de la mente de Roberto Gómez Bolaños, a quien él detestaba. Según él, esos tipos hablando como carricitos y esas situaciones absurdas repetidas hasta la saciedad no podían llevar a nada bueno. Un día en que él llegó del trabajo y me encontró viendo El Chavo, se hartó e impuso la prohibición. Yo recuerdo que me sentí desolado.
Pero claro, uno siempre tiene una carta bajo la manga. La mía era mi mamá. Yo ya sabía que ella podía ser indulgente si uno se esforzaba. Así que, si mi papá no estaba en casa e iban a pasar El Chavo, yo iba y aplicaba el viejo truco de preguntarle a ella si podía verlo. Al principio su respuesta era invariable: tu papá te dijo que no puedes verlo. Pero en algún momento se quebró y yo pude volver a encontrarme con Chespirito. Siempre que mi papá no estuviera en casa, por supuesto.
La muerte de mi papá en un accidente de tránsito, un mal día de diciembre de 1982 —era un muchacho de 34 años—, terminó por anular la prohibición de la peor manera.
Pertenezco a la primera generación que fue atrapada por las redes del humor de Chespirito. Todas las tardes esperábamos la musiquita comicona con la que empezaba El Chavo, sin saber que estaba basada en una marcha de Beethoven adaptada por el músico electrónico francés Jean-Jacques Perrey.
Después de la simple presentación —en la que iban apareciendo todos los personajes en poses características, como era el estilo de la época—, el delirio: situaciones absurdas y malentendidos que se iban imbricando a través de un rosario de frases hechas. “Es que no me tienen paciencia”, “no te juntes con esta chusma”, “eso, eso, eso”… Uno se entregaba a la fórmula simple de Chespirito y obviaba detalles extraños como, por ejemplo, el hecho de que algunos de los niños de la serie fueran más altos que los adultos.
Mis contemporáneos recordarán que Radio Caracas manipulaba el audio de cada capítulo de El Chavo del 8 para que no se escuchara “del 8” —en la expresión recurrente “Tenía que ser el Chavo del 8”—, en un exceso de celo que buscaba impedir que se interpretara la expresión como una alusión al canal 8.
Entonces las series eran en su mayoría gringas y nos parecía una rareza esta que había sido hecha originalmente en nuestro idioma. Aunque el idioma no era exactamente el nuestro; era parecido, pero nos era desconocido. ¿Qué diantres es un chapulín? ¿Cómo es una torta de jamón? ¿Dónde carrizo queda Acapulco?
Mi memoria quizás se equivoca, pero creo que El Chapulín Colorado vino después. Supongo que Radio Caracas estaba explorando primero con El Chavo y, al ver la respuesta definitivamente favorable del público, se atrevió con el superantihéroe de las antenitas de vinil, el tipo atrevido pero cobardón presentado como “más ágil que una tortuga… más fuerte que un ratón… más noble que una lechuga… su escudo es un corazón…”.
Basta que alguien esté en problemas y diga la frase mágica, el santo y seña que invoca al héroe: “¡Oh! Y ahora, ¿quién podrá defenderme?”. Entonces aparece el Chapulín con sus mallas rojas, su corazón amarillo en el pecho, sus antenitas de vinil y, ocasionalmente, el Chipote Chillón, al grito de “¡Yo..! ¡El Chapulín Colorado!”. Generalmente la entrada del héroe es una escena disparatada, y si me preguntan, yo diría que las entradas del Chapulín Colorado compiten en el nivel de absurdo con las de Kramer.
Con la moda contemporánea de rediseñar los viejos superhéroes dotándolos de más oscuridad y espectacularidad, no es de extrañar que, al menos desde los fans, el Chapulín cuente con versiones como esta tipo animé, esta que recuerda a Flash, esta que incluye uno de los grandes villanos de la serie o esta que parece extraída de un cómic de los años 30. Mi preferida, sin embargo, es la de Zolaris que encabeza este párrafo. Lo curioso es que Chespirito escribió el guion de una película del Chapulín Colorado —que no llegó a filmarse— en la que se contaría su origen, que incluye un científico, un gran poder y una gran responsabilidad:
Chespirito escribió el guion para una película con el Chapulín Colorado, en ella explicaba el origen del héroe. Curiosamente, muy similar al de Linterna Verde, creación de DC comics.
Según comentó en esa ocasión, la historia comenzó cuando un científico agonizaba y, no teniendo a quién heredarle su máxima invención, convocó a que la gente fuera a verlo para elegir a quién dejarle su patrimonio: unas pastillas que permitían a quien las ingiriera reducir el tamaño de su cuerpo.
El único requisito era que el depositario de ese tesoro debía ser enteramente honesto.
Fue así como este personaje que porta el uniforme rojo y el corazón amarillo en el pecho, cuyo nombre propio Chespirito no se tomó la molestia de inventar, adquirió su único poder sobrehumano: las pastillas de chiquitolina.
Era el único ser humano honesto que fue a ver al científico.
Y es cierto: el Chapulín Colorado es un tipo honesto. No puede ostentar grandes habilidades ni una valentía a toda prueba, y su arrojo es más insensatez que otra cosa. Pero entre sus principales atributos están, eso sí, la nobleza —de la cual suelen aprovecharse—, la astucia —con la que nadie cuenta— y la bondad —por la que siempre quiere que lo sigan.
Por ello no es de extrañar que Chapulín Colorado sea su nombre verdadero, no un apodo heroico, y por ello es interesante el gesto con el que el héroe, durante un interrogatorio, hace la gran revelación del apellido de su madre: Lane. Por ello uno no puede ver indemne la despedida del personaje, pronunciando su frase emblemática y caminando hacia el horizonte y de espaldas a la cámara, en un claro homenaje a Charles Chaplin, uno de los grandes referentes de Chespirito.
Han pasado casi cuarenta años desde la primera vez que vi un programa de Chespirito. Mis hijos se desternillan de las risas con ese humor aparentemente simple que termina por confirmar lo que alguna vez dijo el mismo Gómez Bolaños: “El humor es el triunfo de la inteligencia”. Es así como sabemos que Chespirito es un clásico: porque sigue haciendo reír, inmune al tiempo.
Con los años he pensado que la reacción de mi papá a la obra de Chespirito es similar a la que han inspirado otras piezas de humor como Los Simpson, Ren & Stimpy, Beavis and Butthead. Humor que se disfraza de estúpido para identificar y señalar la estupidez de las personas. Y entre las muchas cosas que me hubiera gustado poder conversar de adulto con él, la prohibición de ver programas de Chespirito es una de las que aún me intrigan.