Recién llegado a Caracas en 1987, con 16 años, empecé a trabajar en la editorial de Rafael Poleo en Santa Rosalía —fui corrector del personal fundador del diario El Nuevo País— y poco después conseguí habitación por los lados de la avenida Urdaneta. Al día siguiente de mudarme salí a explorar en los alrededores en busca de una panadería donde tomar café, pues no tenía cómo preparármelo. No tuve que caminar mucho: a media cuadra de donde vivía conseguí una panadería grande y vieja, de esas que ponían en sus vitrinas aquellos dulces enormes de cremas empalagosas salpicados con plateadas esferas de azúcar.
Me hice espacio en el mostrador al lado de un viejito de sombrero y le pedí al muchacho:
—Buenos días, ¿me da un café pequeño, por favor?
—¿Cómo lo quiere? —me preguntó.
—Con leche.
El viejito me lanzó por un segundo una mirada de reprobación. Luego se dirigió al muchacho:
—Y a mí me das un marrón pa’ hombres.