Ya que es domingo, y un domingo de indeciso clima, traigo una historia que me contó un amigo esta semana, sin olvidar el hecho de que en historias de la vida real no hay quien le gane al pana Fedosy.
La madre de Elías Miranda está muriendo. La verdad, está muriendo hace meses, lo cual ha comprometido el patrimonio de la familia; recordemos que en Venezuela sale muy caro estar sano. Los Miranda han vendido desde casas residuales que les quedaron de la época de la bonanza hasta una inútil enciclopedia de inglés que nunca enseñó a nadie a decir nada en ese idioma más allá de zenquiu y gudmornin. La decisión de acatar el deseo de la doña de morir en casa empeoró las cosas.
Finalmente, parece que llega la hora. La doña ha empeorado tanto que difícilmente pueda empeorar más. El médico le dice a la familia que se prepare, como si los Miranda no llevaran meses preparándose para darle sepultura a la autora de sus días.
La certeza de la muerte por venir enfrasca a los Miranda en una absurda discusión cuando se hace necesario traer una nueva bombona de oxígeno. Elena, la hija menor y la más apegada a la doña, accede a traer la bombona de una clínica cercana acompañada por Remigio, un viejo amigo de la familia. Los celulares están prestos y cargados para comunicar cualquier eventualidad.
El tráfico de Cagua y la torpeza de algún empleado de la clínica retrasan la gestión. Cuando al fin está llegando la bombona y Remigio ha abierto la camioneta para volar hasta la casa, suena el celular de Elena. Es Heriberto, otro de los Miranda. Remigio la escucha llorar a gritos desde la camioneta y corre a cerciorarse de lo que es obvio: la doña ha muerto.
Remigio calma a Elena con palabras clásicas de aliento. «No puede ser, mi mamá quería que yo estuviera a su lado cuando llegara la hora y estoy aquí, no me lo perdonaré nunca», dice Elena desconsolada como quien sigue un libreto. Es el libreto de la muerte.
Remigio impone con serenidad el restablecimiento de la cordura y tranquiliza a Elena antes de subirla a la camioneta. Camino a casa, Remigio hace y recibe llamadas. Recibe la llamada de alguno de los Miranda preguntando por el estado de Elena. Llama a su esposa y a un par de amigos; imparte instrucciones para que la noticia sea difundida y se aligeren ciertas cargas que los Miranda deberán sobrellevar en las próximas horas.
Cuando llegan a la casa el ambiente es el de un velorio. Algunas ancianas están reunidas en la sala rezando un rosario con murmullos. Entre la sala y la cocina están todos los Miranda, salvo Elías y Heriberto, quienes seguramente estarán con la doña y el médico tomando las últimas previsiones. Empiezan a llegar los amigos vestidos de negro, con el rictus de ocasión y diciendo las frases de costumbre a los parientes.
Elena entra a ver a su madre. Elías abre la puerta y Remigio puede ver al médico y a la doña, pero no a Heriberto. Al cabo de unos minutos sale Elena con el rostro desencajado, preguntando por Heriberto. Nadie lo ha visto. Después de pensar durante unos segundos, Elena abre la puerta de otra habitación y encuentra a Heriberto sentado en la cama, llorando en silencio, con la cabeza entre las manos.
«Remigio, vamos otra vez a la clínica», ordena Elena, ya indudablemente recuperada del dolor inicial. Y, antes de salir, habla a los presentes: «Les agradezco su solidaridad. Pero será en otra ocasión: mamá está viva y sigue necesitando su bombona de oxígeno».
Camino a la clínica Elena le explica todo a Remigio: la madre había sufrido una crisis respiratoria y el médico llegó a pensar que había muerto. Entonces Heriberto fue comisionado para informar a todos del suceso, lo que hizo de la manera más diligente. Al comprobar que seguía viva, Elías y el médico volvieron a comisionarlo como informador, esta vez, de que se trataba de una falsa alarma. Pero Heriberto perdió el control y se encerró en una habitación a llorar sin informar a nadie.
«Pero no entiendo», le dijo Remigio a Elena. «¿Por qué encerrarse a llorar si la doña sigue viva?, ¿acaso la impresión fue tan fuerte?». La voz de Elena sonó terrible por una vez en su vida. «Quizás fue por la impresión. Pero lo cierto es que ya lo único que nos queda por vender es el carro de Heriberto».
Post scriptum
- Estoy convencido de que las mejores radiografías de velorios que he leído son «Conducta en los velorios», de Cortázar, y cierta crónica, mucho más propia de estos lares caribeños, que leí hace muchos años en un libro de Álvarez Guédez.
- La historia es redonda como una naranja. Al principio menciono a Fedosy y su historia, en la que incluye un apagón; empecé a escribir esta nota el viernes, pero precisamente un apagón me obligó a postergarla hasta hoy.
¿La historia es real?
Completamente, Palimp, aunque cambié los nombres de los protagonistas, por supuesto.
No dejen de seguirnos echando tan sabroso estos cuentos. Yo tengo uno muy bueno de velorio, me voy a poner de «parejera» a ver si me sale.
¡En Venezuela hasta morirse es una locura! Y pensar que esta historia es real…
¡Abrazo, gran Jorge!
Ahora es que vengo a ver esta nota suya. Gracias por la referencia.
Saludos, Gran Jorge.
Sera de otra venezuela de la que hablas, por que la Venezuela en la que yo vivo existen BASTANTES hospitales publicos y no hay que ser millonario para estar saludable.
sapo.