Muchos años después, tras las murallas de Cartagena, los escritores del Boom habrían de recordar aquellas tardes remotas en que nadie los conocía. Así podría escribirse una crónica de estos tiempos en que los Beatles del Boom gozan y sufren algo que va más allá del éxito, y que es, digamos, el privilegio de haberse constituido en clásicos.
Es justamente esto lo que rezuma de esta nota publicada el domingo por el periodista venezolano Juan Carlos Zapata, quien asistió al IV Congreso Internacional de la Lengua Española celebrado en 2007 en la legendaria Ciudad Amurallada, y la publica ahora para recordar a ese faro de entonces y de ahora que fue el mexicano Carlos Fuentes.
Sigue el turno de Carlos Fuentes. Para despejar dudas, con un brinquito salta de su puesto. Él es la autoridad. La memoria. El orden. Narra y cuenta los años de Gabo en México y París. Se pasa por alto Caracas, sin embargo. Aporta este inventario: las cartas cruzadas de él con Gabo, y las de él mismo con Julio Cortázar. Se trata de la primera correspondencia donde se da cuenta, anticipa, adivina y prevé lo que va a representar Cien años de soledad. «Es otro clásico», ha dicho antes Tomás Eloy, a quien le cabe en su haber tal vez la primera crónica de respaldo e impulso de la obra en un diario argentino y, como apuntó en el discurso, «haber tenido la fortuna de asistir en Buenos Aires al nacimiento de Cien años de soledad y de ver la instantánea luz de gloria que cayó sobre el libro y sobre el autor, llevándoselos a los altos aires donde no podían alcanzarlos ni los más altos pájaros de la memoria». Porque hay que decirlo. Este evento reunió a la mujer, Mercedes, pilar, piso, soporte, equilibrio del autor, el escritor, el genio que la hizo: el homenajeado. Reunió al periodista, Tomás Eloy, que leyó la obra, escribió sobre ella, y vio cómo en Buenos Aires, los lectores la compraban como el pan de cada día y la llevaban bajo el brazo. Y también estaba él. Fuentes. El que la previó. ¿Cuál fue el veredicto premonitorio de Fuentes en 1966? Se lo escribió a Cortázar: «He leído el Quijote americano».
2007 era, claro, el año en que se celebraban los 80 del Gabo y los 40 de su obra cumbre. El congreso se había convertido en algo así como la apoteosis de García Márquez y la crónica de Zapata se detiene menos en los grandes autores presentes que en el desfile de celebridades: desde los Reyes de España hasta los duros de las oligarquías del trópico, mezclados todos contra todos y peleándose por la atención de los dioses presentes. Y no es retórico: no se pierdan el cuento de cómo Cisneros le arrebató al colombiano Santodomingo la atención del autor de La muerte de Artemio Cruz.
La nota está llena de pequeñas historias que nos pasean por la fantasía de haber sido testigos. Pero la mejor, para mí, es la que la cierra. El acto ha terminado y los dioses se disponen a salir, pero una multitud los espera afuera y la gente de seguridad recomienda buscar la manera de salir de incógnito por una puerta trasera.
Petkoff sonríe, somos cómplices de los hechos. Vuelve la persona que parece estar al mando de los guardias y dice que habrá que esperar. Entonces Gabo reacciona. Es verdad, le fastidia la fama que lo acosa, que le quita tiempo, que lo invade, que lo estruja, pero hoy es otra cosa. Entonces se da cuenta de lo que está ocurriendo, se percata del momento histórico, no es un día cualquiera, son los 80 años, es Cartagena, es la costa colombiana, donde comenzó todo, donde nacería un mundo, Macondo y sus habitantes. Gabo toma aire, piensa en la fama (condenada y bendita fama), se estira, como puede, el traje blanco de la costa colombiana y señala, imperativo, a los guardias: «Yo voy a pasar por ahí. Yo no puedo echarle esta vaina a esa gente que ha venido a verme. Ustedes (se dirige a los guardias) cumplan con su deber. Ábranme paso». Dice esto, y avanza. El traje blanco —más bien crema— refulge al sol, es una aparición. La gente enloquece: Ahí está, ahí está, ahí está… Gabito lindo, grita una mujer. Gabito, Gabo…