Al despertar te das cuenta de que tienes fresco el último sueño de la madrugada. En el sueño, estás a punto de terminar una novela cuyo protagonista, un escritor, trata de publicar una novela con una editorial del Estado y se enfrenta a mil obstáculos de orden kafkiano. Rememoras el sueño para evaluar si contiene una historia que puedas escribir, y te das cuenta de que tiene dos: la novela que escribiste en sueños y la novela que escribió el protagonista de la novela que escribiste en sueños. Para no olvidarlas, te repites de nuevo ambas historias mientras enciendes la computadora. Justo cuando abres Word y escribes la primera línea del esquema (“Un escritor acaba de terminar una novela y está en la oficina de una editorial del Estado solicitando audiencia para presentarla”), se va la luz. No es ninguna contrariedad: eres un escritor de la vieja guardia, así que abres la gaveta de la derecha, sacas la libreta y el lapicero, te lanzas al patio para aprovechar la luz del recién nacido día y empiezas a escribir. Pero la memoria de los sueños es demasiado volátil: cuando terminas de escribir «presentarla», te das cuenta de que has olvidado todas las aventuras y personajes de la novela que en el sueño estabas a punto de terminar, y de la novela que el personaje ya había terminado.
Cuando, dos horas después, llega la luz, sólo tienes material para un desesperanzado post en tu blog.
El post merece una novela: el escritor que no recordó los detalles del sueño-novela donde quería publicar una novela y se le dificulta. Le agregaría la ausencia de luz y la libretica. De aqui sale una gran historia.