La primera muerte del patriarca

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Por estos días se han cumplido tres años del fallido golpe de estado contra el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, una ocasión en la que muchos de nosotros nos dimos cuenta, «en nuestro desconsuelo» —como decía la otra noche, en ebriedad solemne, Adriano González León—, de que, además de los excesos del chavismo, estamos condenados a recibir los embates de los del antichavismo.

El episodio que luce más extraño en los hechos de abril de 2002 es el anuncio de la renuncia de Chávez. Lo hizo uno de sus generales más cercanos, Lucas Rincón, la noche del 11. Es clásica la frase: que se le había presentado la renuncia al presidente, la cual aceptó. Pero Chávez en realidad no había renunciado, evidentemente; el 12 de abril el breve gobierno borró el estado de derecho con el decreto más absurdo de la historia venezolana y el 13 una gran presión civil y militar provocó su implosión, que se produjo con una huida de los «salvadores de la patria», en aterrorizada estampida completamente documentada por las cámaras. Por supuesto, el anuncio de Rincón sobre la supuesta renuncia de Chávez, que le dio a muchos una certeza falsa, es aún hoy chispa de polémica en Venezuela.

Desde entonces he sentido curiosidad por este hecho, que se me antoja similar a cierta escaramuza narrada en El otoño del patriarca, la novela vertiginosa de Gabriel García Márquez en la que retrata al clásico dictador latinoamericano, y que escribió, según dijo él mismo creo que en El olor de la guayaba, tomando como modelo, entre otros dictadores, al venezolano Juan Vicente Gómez, que se entronizó en el poder hasta su muerte por casi treinta años.

En el pasaje en cuestión, Patricio Aragonés muere en los brazos del patriarca. Aragonés es un doble idéntico al patriarca, contratado por el gobierno para ciertas tareas, y que termina siendo el garante de la pretendida ubicuidad del patriarca. Éste arregla el cuerpo y lo deja uniformado, como si fuera él mismo, en el Palacio de Gobierno. El cadáver del doble es hallado al día siguiente y confundido, claro, con el patriarca. Las «fuerzas vivas» empiezan a repartirse la nación: el patriarca, entre tanto, agazapado en un escondrijo, ve cómo todos se reparten los cargos, se burlan de su memoria y celebran su muerte. El cuerpo del doble, en la creencia de que es el patriarca, es arrastrado por las calles en manos de una muchedumbre enloquecida.

Pasado el fragor celebraticio, el patriarca decide salir de su escondrijo.

…atravesó los salones saqueados arrastrando sus densas patas de aparecido por entre los destrozos de su vida anterior en las tinieblas olorosas a flores moribundas y a pabilo de entierro, empujó la puerta del salón del consejo de ministros, oyó a través del aire de humo las voces extenuadas en torno a la larga mesa de nogal, y vio a través del humo que allí estaban todos los que él había querido que estuvieran, los liberales que habían vendido la guerra federal, los conservadores que la habían comprado, los generales del mando supremo, tres de sus ministros, el arzobispo primado y el embajador Schnontner, todos juntos en una sola trampa invocando la unión de todos contra el despotismo de siglos para repartirse entre todos el botín de su muerte, tan absortos en los abismos de la codicia que ninguno advirtió la aparición del presidente insepulto que dio un solo golpe con la palma de la mano en la mesa, y gritó, ¡ajá! y no tuvo que hacer nada más, pues cuando quitó la mano de la mesa ya había pasado la estampida de pánico y sólo quedaban en el salón vacío los ceniceros desbordados, los pocillos de café, las sillas tiradas por el suelo.

En la novela, la estampida es detenida por la guardia presidencial, que lanza ráfagas de ametralladora contra los que huyen. En la atribulada realidad venezolana, la estampida corre libre hasta que se agotan sus fuerzas en las arenas movedizas de sus constantes errores y de la avaricia de sus líderes.

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